Hoy es fiesta en Gran Bretaña. Aquí se llama bank holiday, y no "fiesta nacional" o "fiesta de guardar", porque el carácter festivo de la jornada no lo da el hecho de que lo sea en todo el país, o de que se trate de un precepto religioso, sino de que estén cerrados los bancos y el comercio en general. Algunos rasgos como este revelan la preeminencia del poder civil -y, en este caso, mercantil- sobre el nacional o religioso. Otro que siempre me ha parecido muy significativo es que, en muchos municipios ingleses, el edificio del ayuntamiento sea mucho más grande y memorable que la iglesia, al revés de lo que ocurre en España. De todos modos, admito que la terminología puede inducir a confusión, en este como en otros casos. Cuando, hace algunos años, sopesamos la posibilidad de mudarnos a Inglaterra y de que nuestros hijos pequeños estudiaran aquí, averiguamos que las public schools no son públicas, sino privadas. "Entonces, ¿por qué se llaman públicas?", le pregunté yo, desconcertado, al funcionario del departamento de Educación que nos atendía. "Porque están abiertas a todos el mundo, siempre que las puedan pagar". La lógica era aplastante, pero seguía desconcertándome. Pues bien: hoy es fiesta en Inglaterra, y Ángeles ha invitado a unos amigos españoles a comer. Son Diego, médico neumólogo, y Mercè, médica psiquiatra, que vienen a casa con sus hijos pequeños, Víctor y Eloy. La familia se ha dado un año sabático para tener una experiencia profesional y personal en el extranjero, y para que los niños avancen en su conocimiento del inglés. En septiembre volverán a Barcelona, donde Diego trabaja en el hospital de Sant Pau, y Mercè, en el manicomio de Sant Boi. Hablamos de las ocupaciones respectivas, y quien atrae, sobre todo, nuestro interés es Mercè, dedicada nada menos que a enfermos psiquiátricos agudos. La psiquiatría es muy dura, nos dice, aunque también puede ser hilarante. Recuerda entonces el caso de un maníaco que coincidió en la sala de urgencias con unos toxicómanos muy perjudicados a los que se había enviado allí la policía. Ante las alegaciones de maltrato de los drogatas, y sus quejas por no disponer de un lugar salubre y tranquilo en el que ejercer su derecho a colocarse, el maníaco, conmovido, les dio las llaves de su casa. Pero la euforia bajó y el maníaco entró en la fase siguiente de la depresión, y no solo porque así se desarrolla naturalmente la enfermedad, sino porque se dio cuenta de que unos yonquis desorejados habían okupado su casa, y de que para ello no habían tenido ni siquiera que forzar la puerta. Los lamentos del maníaco aún resuenan en la memoria sonriente de Mercè. Por su parte, Diego nos habla del carácter impenetrable de los ingleses, y coincidimos con sus apreciaciones. Yo recuerdo que Oscar Wilde decía que en Londres solo hay niebla y hombres grises, pero que no sabía si era la niebla la que producía a los hombres grises, o los hombres grises los que producían la niebla. Hace poco, explica nuestro invitado, tuvieron en su inmueble una alarma de incendio a las dos de la madrugada. Las alarmas de incendio son comunes en este país, y se producen en los lugares y momentos más inesperados. A veces son simulacros, pero, con frecuencia, son alarmas reales, que requieren que vengan los bomberos y certifiquen que no hay fuego, sino solo un sistema de detección muy fino, acaso demasiado fino. Algo deben de haber dejado en el subconsciente colectivo los bombardeos alemanes de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Cuando las sirenas se dispararon, todos los residentes y la familia de Diego se dirigieron al punto de reunión establecido. La confusión fue notable -y la visión de los pijamas de los vecinos, no menos perturbadora-, pero los ingleses guardan la compostura aun en el mayor de los berenjenales. Mercè, con rigor maternal, se preocupó por envolver bien a los niños en anoraks, no fuese a ser que se enfriasen, a riesgo de que, de haberse tratado de un incendio real, se hubieran calentado en exceso: fueron los últimos en bajar las escaleras. En el patio se encontraron a todo el mundo, en un revuelo de batas, greñas, ojeras y orejas. No obstante, señala Diego, allí estaban los ingleses, hablando unos con otros, como si aquello no fuese el anuncio de una catástrofe, sino un encuentro parroquial. "Pues sí, estamos teniendo un tiempo muy bueno, ¿no te parece?", decía uno, en zapatillas y vestido con una gabardina arrugada; "oh, sí", respondía otro, en pijama de rayas, "un tiempo formidable para esta época del año". Más allá, una señora con una combinación azul de raso revelaba: "Yo le añado una pizca de orégano al pastel de jengibre; queda mucho mejor", a lo que otra, con una redecilla en el pelo y cara de que la alarma de incendio le había interrumpido un sueño coital, respondía: "Qué formidable idea. Lo prepararé así en nuestra próxima cena con amigos, dentro de tres meses y catorce días". Y así todos. Diego y Mercè miraban aquellos rostros inexpresivos, aquellas poses estatuarias, y no se los explicaban. Añoraban, en realidad, la emotividad hispana: movimientos acusados, risas nerviosas, comentarios jocosos o indignados, e incluso algún grito desencajado, que siempre queda muy familiar. Pero no: los ingleses acusaban tanto la excepcionalidad de aquella situación como la de un álbum de sellos. Y si, en lugar de ser una falsa alarma, hubiese sido un incendio real, su conversación no se habría alterado: habrían seguido glosando las dificultades del tráfico, o el comportamiento del gobierno ante la crisis de Ucrania, o el desarrollo de la liga de rugby, mientras evacuaban el lugar.
Hola Eduardo: Lo primero, acabé la "Pasión de escribil", he disfrutado mucho leyéndolo, como ya te adelantaba; destacar el viaje de Méjio o México, me encantó!
ResponderEliminarPor otra parte, y después de leer alguna de tus entradas (como la presente)hablando de los ingleses; quería contarte, que en un libro de Edmund Blunden "Las Aldeas Inglesas", que a mí me gusta mucho, leí en el Capítulo I, lo siguiente: "...No me corresponde hacer un elogio más de Londres y de los londinenses, o hablar de otras inmensas colmenas humanas de la Gran Bretaña; pero concédase que a pesar de la primera impresión que producen, nuestras ciudades poseen el arte de hacer amigos---"
Bueno, ahí lo dejo...El libro es muy bonito y contiene láminas en color e ilustraciones en negro, todas ellas, preciosas!!
Un abrazo
Me alegro, de verdad, de que "La pasión de escribil" te haya gustado, y sobre todo, la parte de México, que es la menos satírica. No conozco "Las aldeas inglesas", pero lo buscaré. No obstante, y aun sin haberlo leído, estoy seguro de que Blunden, acaso llevado de amor patrio, exagera: en las ciudades inglesas es muy difícil hacer amigos, y conseguirlo es, en efecto, un arte, pero un arte abstruso y caracoleante, que a los latinos, en general, se nos da mal.
EliminarUn beso muy grande.