Es el último día de estancia de Pablo en Londres, y decidimos pasar la mañana con él en Fulham, uno de los barrios aledaños de Battersea. Fulham es un lugar atractivo, y de reputación cambiante. Sus inicios no fueron muy prometedores: el nombre podría significar, en sajón antiguo, "lugar del barro", en alusión a las recurrentes crecidas del Támesis, que lo dejaban hecho una pena; o bien "tierra en el hueco del recordo de un río que pertenece a un hombre llamado Fulla", lo que no mejora mucho las cosas. Al barro, o a Fulla, siguió la Iglesia: tampoco esto supuso un gran avance. A finales del s. VII, el distrito fue adjudicado al obispo Erkenwald, y desde entonces ha permanecido vinculado a la diócesis de Londres; de hecho, hasta no hace mucho, el prelado de la capital residía en Fulham Palace. Pese a la presencia morigeradora de la Iglesia, o quizá a causa de ella, para fastidiar, Fulham se convirtió, en el siglo XVIII, en un lugar de libertinaje: los ricos de Londres se desplazaban a los garitos y burdeles de la zona para disfrutar de un esparcimiento tenebroso. Todavía hoy, un fulham significa un dado cargado, lo que no parece hablar demasiado en favor de la probidad de aquellos locales de juego. Con el desarrollo de la industria, Fulham, como tantos otros barrios situados a la orilla del Támesis, se hizo obrero, y, por fin, gracias a la intensa restauración llevada a cabo tras la Segunda Guerra Mundial, pijo y caro: hoy es uno de los barrios más exclusivos de Londres, y es muy significativo que el equipo de fútbol del más caro de todos, el vecino Chelsea, no radique en Chelsea, sino aquí: Stamford Bridge está en Fulham. Salimos de casa y cruzamos el parque de Battersea. Es un domingo de sol, y la gente retoza en la hierba. Una gran pradera se reparte entre dos deportes: el fútbol, al que se dedican los negros; y el críquet, en el que todos son blancos: de piel y de uniforme. Contemplamos, al pasar, las evoluciones de los jugadores, y pienso en mi corresponsal y desconocido amigo Johannes von Horrach, tan amante de este entretenimiento caballeresco y barroco. Tampoco entiendo nada de críquet, aunque sé que un partido puede durar varios días. No se hacen descansos, pues, porque sea la media parte, sino porque es mediodía; y no es extraño tampoco que haya pausas para la merienda. A veces, zapeando por televisión, veo escenas de las ligas profesionales de críquet: los jugadores parecen allí gladiadores, con cascos y protecciones por todo el cuerpo (desde luego: la bola es un proyectil de corcho y cuero, capaz de noquear a un búfalo). Aquí, sin embargo, todos visten de verano, y de un blanco inmaculado. No hay damas a su alrededor, con pamelas y sombrillas, sorbiendo cócteles con pajita y admirando el combate ritualizado de los varones; a lo más, alguna moza garrida, con gafas de sol, devorando un sándwich o atendiendo a un crío que llora. Pero los lanzamientos y los bateos me siguen pareciendo ejercicios de una admirable estilización, y el espectáculo, en general, aunque este sea de costillada, lleno de poesía visual. Tras cruzar el parque y el puente de Alberto, tomamos por King's Road y luego subimos a Fulham Road, que atraviesa el barrio hasta encontrar de nuevo el río. Yo me detengo en una pequeña librería de viejo -cuyo nombre, Librería del Fin del Mundo, no se compadece con su tamaño-, abierta un domingo por la mañana, y hago parar también a Ángeles y a Pablo, que se toman estas pausas librerescas mías con resignación, como si fueran síntomas de una enfermedad para la que la ciencia no hubiera encontrado todavía curación. Atiende el local un joven de facciones desmoronadas y acento de Oxford. Hay bastante poesía, pero poca literatura en otros idiomas. Me llevo el volumen octavo y último de la poesía completa de Lord Byron, con once cantos del Don Juan, publicado por John Murray, de Albemarle Street, en 1839. Las cubiertas han de recoserse, pero, por lo demás, el volumen está impecable: pronto tendrá doscientos años, pero las páginas se leen como si acabaran de salir de la imprenta, sin una mancha, sin un siete. En la portada figura todavía el ex-libris de un propietario anterior: Herbert Henry Raphael, primer baronet de su casa, abogado y político liberal, muerto en 1924, de un ataque al corazón, mientras cazaba en su finca de Capel-le-Ferne, cerca de Folkestone. Así finan los buenos ingleses, sin duda: con una escopeta en la mano y recorriendo sus propiedades. En el ex-libris consta la leyenda de Raphael (el político, no el cantante): esse quam videri, "prefiero ser que parecer" (el cantante seguramente suscribiría lo contrario). El libro me cuesta cinco libras. Seguimos caminando, y damos, poco después, con la entrada sur del cementerio de Brompton. Yo lo visité en uno de mis primeros viajes a Londres, atraído por el hecho de que varias guías lo consideraran uno de los lugares más recoletos y encantadores de la ciudad. Y, en efecto, lo es. En aquella remota visita, recuerdo que el cielo estaba encapotado. Hoy brilla el sol, y la gente llena los bancos del camposanto. Muchos almuerzan: a la vera de las tumbas, abren los tupperware y comen con apetito: será que fiambre llama a fiambre. A la entrada, hemos visto a dos hombres en animada conversación. Casi tan animados como su charla estaban dos guacamayos azules posados en el hombro de uno de ellos. De tamaño semejante al archaeopteryx, los jacintos, con sus ojos amarillos y sus picos ganchudos como crises malayos, inspiraban poca confianza. Pero allí estaban, tan campantes, intentando robarse mutuamente un trozo de plátano, mientras su portador platicaba con despreocupación. Proseguimos la caminata, sobrevolados permanentemente por aviones y helicópteros; algunos de estos son militares: bichos enormes, parecidos a guacamayos. El ruido que hacen unos y otros tiende un dosel sonoro que primero nos incomoda, pero que, finalmente, dejamos de oír. En Fulham Road nos cruzamos con cada vez más seguidores del Chelsea, que hoy juega en casa. Por todas partes se ven camisetas y bufandas azules y blancas. Damos también con algún puesto de venta de artículos del club. Las banderas flamean, lanzando a los cuatro vientos las facciones amabilísimas, tan queridas, de Mou, al que aquí llaman Mow, que significa segar. Y es un acierto hacerlo así, porque Mow, ciertamente, siega ojos, piernas y reputaciones, y la hierba debajo de muchos: véase el caso de Casillas, al que el portugués sacó de sus casillas, y que todavía no ha vuelto a ellas. El restaurante en el que comemos -que, aunque se llama The Chelsea Kitchen, es italiano- está también lleno de hinchas del Chelsea. Yo acaricio en secreto mi barcelonismo, mientras mastico los escasos trozos de carne que los italianos han puesto en el goulash, y me pregunto qué harían estos portadores de tatuajes, estos trasegadores de cerveza, estos secuaces del maligno, si me levantara de repente y gritara: "¡Viva Guardiola!". Quizá sería el momento de echar a correr por una Fulham Road que ahora hierve de luz y de descapotables.
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