Hacemos hoy la segunda y última presentación de José Hierro. Los sentidos de la mirada, el libro de Miguel Ángel Muñoz dedicado a la actividad de Hierro como crítico de arte. Es en el Instituto de México, el organismo cultural adscrito a la embajada de su país, situado frente al Congreso de los Diputados, en la Carrera de San Jerónimo. Participamos, además del autor y yo mismo, el pintor Rafael Canogar -del que también se presenta un libro, en la misma editorial que ha publicado el de Hierro- y la galerista Soledad Lorenzo. A la entrada del Instituto, nos encontramos con Carolina Centeno, que hará de moderadora del acto. Charlamos un buen rato bajo la mirada broncínea de los leones del Congreso. Soledad es la primera en llegar, en taxi: setentona hermosa, viste un jersey rosa y pantalones, bolso y zapatos tan blancos como su melena, que le enmarca la cara en un óvalo perfecto. Hace poco, ha tenido un arrebato de angustia: ha llamado a Miguel Ángel para decirle que no iba a participar en la presentación, porque ella no era ni poeta, ni pintora, ni crítica de arte, y que solo podía hablar de José Hierro como amiga suya que fue. Pero justamente de eso se trataba. Tranquilizada por Miguel Ángel, será la que luego exponga sus impresiones con más naturalidad. Mientras el grupo compuesto por Soledad, Carolina, Miguel Ángel y yo hacemos tiempo a la entrada del Instituto de México, vemos salir coches aparatosos del aparcamiento de la embajada: en uno de ellos, casi limusínico, veo a una mujer leyendo unos papeles en el asiento de atrás, y pienso que debe de ser la embajadora. Hablamos de la potencia cultural de México -acaso la mayor del continente- y de su tradición de patrocinio estatal de la cultura, a la que los presupuestos públicos dedican cantidades ingentes, es decir, exactamente lo contrario de lo que sucede en España, donde lo poco que había ha sido barrido, con entusiasmo, por el gobierno del Partido Popular. España es ahora un erial, y la gran medida que había de sustituir a la financiación pública, el mecenazgo privado, ni siquiera ha sido aprobada. Miguel Ángel, no obstante, critica que buena parte de esos fondos se destinen en México a fastos protocolarios o de gran impacto institucional, como el entierro de Gabriel García Márquez y los homenajes que se le han rendido. Por admirable que fuera el escritor, todos creemos que, en efecto, ese dinero se habría utilizado mejor si se hubiera dedicado a construir escuelas o bibliotecas, o a alfabetizar a la población aún iletrada. Entramos por fin en la sala, donde nos reunimos con Rafael Canogar y Pura, su esposa. Rafael me parece un hombre educado y discreto, y su obra, que conozco parcamente, pero de la que Miguel Ángel me ha hablado con efusión, se me antoja espléndida. Hay, creo, una corriente inmediata de simpatía entre ambos, que se ve reforzada por coincidencias concretas: los dos, por ejemplo, detestamos las multitudes, y nuestro aprecio por, digamos, las celebraciones religiosas andaluzas -Pura es sevillana y habla con placer de la Semana Santa de la ciudad- es nulo. El público asistente es escaso, como era de prever: un libro de un poeta sobre arte no es que vaya a provocar aglomeraciones. Pienso en Diego Jesús Jiménez, tan buena persona como poeta, que solía empezar sus lecturas saludando al "distinguido público", porque los distinguía a todos. En los corrillos previos al acto, la gente se empeña en justificar la poca concurrencia con el argumento habitual: hoy hay futbol, pero el fútbol -sobre todo cuando estamos en Madrid y el equipo que juega es el Sevilla- no es la explicación. Lo es el carácter constitutivamente minoritario -y, al paso que vamos, casi secreto- de lo que hacemos. Hay que aceptarlo: esto a lo que hemos decidido dedicarnos interesa a muy pocos, y la multitud de estímulos que nos rodean a todos cada día -en un sentido u otro: estímulos para no salir de casa o estímulos para atender a otras actividades- acaba por diluir la curiosidad que pudieran sentir esos pocos. Hablando, precisamente, de la escasa presencia de público, se produce un hecho significativo. Uno de los empleados de la embajada, español, se discupa en nombre de la embajadora por no haber podido quedarse a la presentación, y Miguel Ángel, muy serio, le responde que lo entiende, pero que el lunes, cuando esté de vuelta en México, informará a Peña Nieto de que la diplomática no ha acudido al evento. Es una broma, claro -aunque Miguel Ángel es ampliamente conocido no solo por su dilatada actividad intelectual, sino también por ser buen amigo de Octavio Paz y de su viuda, Marie Jo-, pero el funcionario se la toma en serio. Nos deja de inmediato, para, al cabo de poco, bajar con el ministro de la legación, un hombre cetrino, chaparro y con gafas, que nos aluda a todos y escucha la primera parte del acto; luego, discretamente, se retira a sus aposentos. Con ello, supongo, ambos creen que los servicios diplomáticos de México en Madrid no serán denunciados oor su incuria ante el presidente de la República. Miguel Ángel y yo echamos unas buenas risas a cuenta de esta demoledora preocupación jerárquica. Tras la presentación, que se desarrolla con fluidez, y en la que se evoca al Hierro más humano, al hombre que hablaba con sus escritos, pero no tanto con sus labios, al poeta que, como el padre de Canogar, como el padre de Soledad, habían sufrido la persecución y la cárcel en la España de Franco, pero que se resistía a descubrir aquella intimidad lacerada, salvo en la forma metabolizada de alegría, cenamos en un restaurante vecino del Ateneo -uno de los principales objetivos de los bombardeos franquistas de la ciudad durante la Guerra Civil, por ser un nido de republicanos y el lugar donde Manuel Azaña celebraba sus consejos de ministros; pero allí sigue el edificio, entero, recordando a Valle-Inclán- y nos refugiamos, por fin, en un bar llamado Pérez Galdós, lo que no es una mala manera de concluir un acto artístico-literario. La conversación fluye por derroteros cambiantes, como debe ser, aunque se remansa durante un buen rato en la alegada homofobia de uno de los contertulios. No hemos descubierto ningún secreto vergonzante: él se presenta diciendo que es homófobo. El reconocimiento, por supuesto, implica ironía, esto es, negación, y eso nos permite hablar del tema sin que se alteren los ánimos ni se resientan las conciencias. Además, es un homófobo singular, porque apoya el matrimonio homosexual y la adopción por parte de parejas homosexuales (también es antitaurino, aunque disfruta con las faenas de José Tomás o de Morante de la Puebla, y contrario al jazz -que considera todavía peor que la homosexualidad-, pero amante de Miles Davis y hondo conocedor de la historia de la música negra: me gustan estas contradicciones arraigadas en los placeres íntimos, en lo laberíntico de los apetitos humanos; estas contradicciones que no reniegan de la razón, pero tampoco de la sensibilidad). Al final, en estas conversaciones -me cuchichea nuestro homófobo con cariño- siempre sale alguien, o incluso todos, que son más homófobos que yo. Y es cierto: al cabo de un rato, otro miembro del grupo emite alguna opinión preocupantemente cercana al rechazo de los gays en determinadas circunstancias. Pero la sangre no llega al río. Reímos, bebemos gin-tónics y queremos hacernos una foto de grupo, para lo que las chicas que nos acompañan -Carolina, Mónica, Judith- exigen que no salga la papada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario