Hoy he quedado con una desconocida, Mercedes Vicente, con la que me ha puesto en contacto un amigo común, Esteve Casanovas, a quien, a su vez, conocí gracias a otro amigo, Miguel Ángel Muñoz. Las relaciones empiezan muchas veces así: con una recomendación, con un comentario sobre alguien que vive cerca de uno, pero lejos de quien recomienda. En general, cuando los amigos saben que resido en Londres, se apresuran a hablarme de amigos suyos que también viven aquí. La cercanía de la nacionalidad compartida y la identidad lingüística suelen hacer el resto. En realidad, nadie puede asegurar que esas personas nos caigan bien, ni nosotros a ellas, pero parece natural que los españoles transterrados se junten, sobre todo si sus actividades -y, por lo tanto, sus sensiblidades- están emparentadas. Y, en este caso, así es: yo soy escritor y Mercedes, artista visual; se supone que ambos compartimos un sentimiento artístico. Curiosamente, los españoles se juntan más fuera de España que dentro de ella: el cainismo que nos caracteriza (y que, paradójicamente, nos hace detestar menos al extranjero que en otros países: guardamos el odio para nosotros mismos) se vuelve del revés allende las fronteras y se convierte en fraternidad. Antes de encontrarme con Mercedes, voy a la oficina de correos a tirar unas cartas: una contiene un ejemplar de la revista Poem, de cuyo consejo editorial se me acaba de hacer miembro, donde aparece un poema mío, perteneciente a Cuerpo sin mí. Se lo mando a su traductor, Terence Dooley, que vive en Cornualles. La oficina de correos es, en realidad, un colmado. Como, desde la Thatcher, el servicio está liberalizado, cualquiera puede prestarlo, aunque, eso sí, siempre identificándose como Royal Mail y actuando de acuerdo con sus normas. Aquí se encarga de hacerlo una familia india, que primero vende una bolsa de ganchitos, luego despacha cuarto y mitad de carne de buey, y, por fin, certifica un envío urgente a Madagascar. Son muy dúctiles estos indios. Y, en la estafeta, siempre preguntan qué contienen los sobres. A mí me incomoda, pero supongo que lo hacen porque así lo exige la ley. No se me ocurriría negarme a responder, ni mucho menos gastarles una broma sobre el contenido (tipo: un cartucho de dinamita o un consolador de tres velocidades): siendo británicos, llamarían a la policía. Cumplido el trámite, cruzo Battersea Park para encontrarme con Mercedes donde me ha citado, en un lugar de nombre poco tranquilizador: The Butcher & Grill, "el carnicero y la parrilla", que me recuerda vagamente a San Sebastián (al santo, no a la ciudad). A esta hora temprana, menudean los joggers, los ciclistas y los que pasean al perro, o son, en algunos casos, paseados por ellos. Según las normas de parque, está prohibido pasear con más de cuatro. Algunos chuchos, si los sueltan, se entretienen persiguiendo ardillas. Pero las ardillas, desmintiendo ese carácter simpático con que las han pintado los perversos cuentos infantiles, tienen agrio el carácter: huyen, pero, en el improbable supuesto de que se vean acorraladas, se giran y enseñan unos dientes desproporcionados para su tamaño, que no le auguran nada bueno al perro. Salvo los mastines, o las razas de corpulencia equiparable, casi todos renuncian al bocado; y hacen muy sabiamente. Cuando paso junto a la Pagoda de la Paz, cuyos azules y blancos destellan al sol desnudo de la mañana, veo a una joven en un terraplén cercano, orientada a la stupa, con los ojos cerrados y en la posición del loto. Detrás, un cuervo picotea entre la hierba. La misma luz que dora a la mujer platea al pájaro. Llego por fin a The Butcher & Grill, que se encuentra delante de una iglesia llamada "Ni Cristo". Así se identifica: "Iglesia Ni Cristo", y me pregunto si es que en esa iglesia no entra nunca nadie (como dice Santiago Segura en una película en la que interpreta a un cura muy celoso de sus responsabilidades: "En mi iglesia no entra ni Dios"). El lugar de nuestro encuentro es una mezcla de bar, pub, restaurante, pastelería y tienda de comestibles. Mercedes llega poco después que yo, y hablamos de nuestras respectivas vidas en Londres. Ella está haciendo su doctorado en el Royal College of Art sobre un escultor y artista de vídeo neozelandés, Darcy Lange, fallecido hace algunos años. Lleva apenas unos meses en la ciudad, pero ha vivido mucho tiempo en Nueva York y, después, en Nueva Zelanda. Precisamente, Nueva Zelanda es un país que nos atrae mucho a Ángeles y a mí, en el que hemos considerado seriamente establecernos algún tiempo. No podemos encontrar nada más lejos de España: Nueva Zelanda es nuestros antípodas; si vamos más allá, ya volvemos. Pienso en lo raro que es que, a principios de los ochenta, Mercedes y yo seguramente nos cruzáramos a menudo en la Diagonal de Barcelona (allí, en la zona universitaria, estaban las facultades en las que estudiábamos: ella, psicología; yo, derecho) y que hoy estemos en Londres, hablando de la vida que ella ha llevado, y que nosotros podíamos llevar, en el lugar más remoto del planeta. De Nueva Zelanda me atraen el espacio y el silencio, dos cosas radicalmente ausentes en toda vida urbana, y los paisajes extraordinarios que aparecen en El señor de los anillos. Mis hijos estarían encantados de practicar surf en sus playas. Y Ángeles celebraría encontrar un departamento de anatomía patológica, con especialidad en patología pulmonar, en el que pudiera volcar todos sus conocimientos y su experiencia, y hacerlo crecer. Pero no sé si alguna vez lo conseguiremos. De momento, seguimos en Londres, trabajando, escribiendo y conociendo a personas como Mercedes Vicente, mujer de carácter, comisaria de exposiciones, crítica de arte, becaria de prestigiosas instituciones, trotamundos.
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