Estar en una ciudad, en cualquier ciudad, con Miguel Ángel Muñoz, poeta y crítico de arte, supone estar en contacto con la vasta comunidad artística del lugar. Miguel Ángel conoce -o ha conocido- a todo el mundo que pinta, diseña, esculpe, dibuja, fotografía, expone o comisaría; y también a muchos poetas. Pero no solo los conoce porque los haya entrevistado o hecho el objeto de su crítica, sino porque ha vaciado botellas de licor con ellos, porque ha conocido a sus familias o a sus amantes, porque ha estado en su casa y utilizado su baño. Miguel Ángel es un viajero incansable y un trabajador incansable, y eso le permite mantener relaciones constantes con quienes conoce por razón de su oficio, que, como digo, son todos, desde José Hierro a Soledad Lorenzo, desde Antoni Tàpies hasta José Ángel Valente, desde Octavio Paz a Alberto García Álix. Ayer, mientras pasábamos la tarde en las terrazas de Callao, viendo desfilar a turistas y a putas, y persiguiendo por las librerías de la zona algunos títulos que se nos resistían -él buscaba la novela de una nigeriana afincada en Nueva York que no ha llegado a México, y consiguió otra de un norteamericano traducida por un amigo, el joven Carlos Bueno Vera; yo no pude hacerme con un ejemplar de la reciente traducción al catalán de Hojas de hierba-, recibió una llamada de Fernando Bellver, un artista madrileño al que hacía tiempo que no veía, y que lo invitó en ese mismo momento a sumarse a una reunión de amigos que había organizado en su casa. Fuimos para allí. Fernando vive en una calle adyacente a la de Fuencarral. Desde Sol hubimos de remontar el río de gente que llenaba la calle Montera, y me sorprendió, de nuevo, la íntima convivencia social (no de la otra) entre prostitutas y familias: en las terrazas de los bares y heladerías se entretenían parejas, y padres e hijos, y abuelas, y frente a ellos, casi borradas por el pasar caudaloso de la multitud, pero aun así estridentemente reconocibles, las búlgaras o dominicanas en microfalda exhibían la mercancía como si fueran las tres de la madrugada. En nuestro camino a la casa de Fernando Bellver, pasamos por delante del Tribunal de Cuentas, ese cementerio de elefantes políticos, cuya celeridad en la tramitación de los asuntos solo se ve superada por la del Vaticano al santificar a sus héroes. Pienso, ante la noble fachada de la institución, erizada de banderas, en Emilio Carrere, aquel pintoresco bohemio madrileño, uno de los pocos que alcanzó fama entre los lectores, que fue durante algún tiempo empleado del Tribunal, sin que haya noticia de que lo pisara jamás, salvo para cobrar sus emolumentos y proveerse de recado de escribir, que utilizaba después para pergeñar sus novelitas y sus versos. (Carrere se refugiaba en los lugares más inverosímiles: para escapar de las posibles purgas rojas cuando estalló la Guerra Civil, ingresó en un hospital psiquiátrico, y allí pasó una temporada, en la pacífica vecindad de los locos, hasta que la locura del exterior hubo amainado). Por fin llegamos a nuestro destino, aunque Fernando sale a la calle a buscarnos, como si desconfiara de que, indicándonos exactamente el nombre y el número de la calle donde vive, pudiéramos encontrarla. El artista me recuerda a Simenon: es alto y fuma en pipa, aunque ignoro si ha hecho el amor con varios miles de mujeres, como alegaba el belga; y parece que es cierto. Se conoce que Simenon solo hacía dos cosas en la vida, que a lo mejor eran una sola para él: escribir y el amor. La reunión con sus amigos es agradable. Todos están vinculados al mundo del arte, aunque hoy predominan los diseñadores de moda. Hay un cubano, un venezolano, un mexicano (Miguel Ángel), una francesa (Isabel, la esposa de Fernando) y cinco españoles. En la mesa quedan los restos del ágape ya consumido, pero todavía puedo atacar unas nueces de Galicia y el queso conté que Isabel sirve con generosidad a los recién llegados, para compensar la devastación de la mesa. Observo que el conté, finamente anaranjado, suda después de un rato: al sacarse del frío, conserva una textura lisa y cremosa; luego lo perlan minúsculas gotitas de suero o de agua, no sé, pero el sabor sigue siendo de aúpa. Fernando descuella por su amabilidad y por su ingenio. Es un hombre de chispa constante, infatigable, que parece celebrar cada instante en el que se encuentra rodeado por amigos. Habla con la misma inventiva de croquetas y de cuadros, y relata con humor diabólico el intento de estafa de que ha sido objeto por parte de unos africanos que decían querer comprar su piso ("cada año -especifica- lo ponemos a la venta de abril a agosto...") y que practicaban el inverosímil método del wash and wash. Su página web confirma ese relato humorístico de la vida, y de su vida, aunque, como en todo humor sin apenas fisuras, en sus cimientos se adivina la tristeza. Fernando suscita siempre la sonrisa, pero él mismo apenas sonríe. Ayer solo lo hizo -es más, se carcajeó- cuando, al formular la hipótesis de que el Barça y el Español llegaran a la final de la Liga de Campeones, yo lo interrumpí, con mucha seriedad, diciendo: "Eso es imposible: el Español es constitutiva, existencialmente incapaz de llegar a la final de nada, y mucho menos de la Liga de Campeones...". Entre los contertulios, hay uno que parece más avezado que los otros en poesía: se dice amigo de Blanca Andreu (por lo que he de moderar mis comentarios sobre la autora de De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall), e identifica a Jesús Aguado y Chantal Maillard cuando relato una anécdota del primero en la India. También, cuando le enseño al cubano que nos acompaña un ejemplar de un poemario de José Kozer que me acabo de comprar en la feria del libro de ocasión, me pide que se lo permita ver; se lo dejo, y él se dedica a fotografiar los poemas con el móvil: no sabía, la verdad, de esta modalidad manual del pirateo. Aunque no debería asombrarme, el piso de Fernando e Isabel me llama la atención por la riqueza de las piezas que contiene: esculturas finas, retorcidas, negras, algo modiglianescas, ocupan todas las salas; en el comedor hay también dos bicicletas, y no esculpidas, sino de las que se pueden montar. El piso es enorme, y las obras se suceden, discretamente dispuestas, pero luminosas. Cuando nos despedimos, Fernando me da un abrazo muy fuerte, insólito en alguien a quien se acaba de conocer. Esto, curiosamente, no me extraña: abrazar con intensidad a los demás es, como hacer reír, una escaramuza en la inacabable guerra contra la soledad, o una manera muy dulce de proclamar que no se quiere estar solo. Lo comprendo muy bien.
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