Saint Luke's Church, la iglesia de san Lucas, está frente al hospital en el que trabaja Ángeles. No solo la veo cada vez que voy a buscarla, sino que forma parte esencial de nuestra historia personal: bajo los arcos de su entrada, una soleada mañana de mayo de hace dos años, tomamos la decisión de venirnos a Inglaterra. En su pórtico se instala todos los días un cafetín, que ostenta el poco imaginativo nombre de Pórtico, aunque sin tilde. Los ingleses son así: pragmáticos. Si en un templo cabe un bar, se pone un bar. Es algo frecuente en las iglesias de este país: jóvenes en paro o jubiladas simpatiquísimas atienen a los clientes provistas de una cafetera, sabrosos pasteles de lima y zanahoria, y un amplio surtido de sándwiches. Saint Luke's se consagró el 18 de octubre de 1824, siendo rector de la parroquia el muy honorable reverendo Gerald Valerian Wellesley, hermano del duque de Wellington. El arquitecto, de nombre mucho menos augusto que el clérigo, fue James Savage, una autoridad en arquitectura medieval de su tiempo, que decidió construirla en estilo neogótico; y fue la primera de su género. (El neogótico triunfó en Europa: la catedral de Barcelona también lo es, aunque se construyó sesenta años después que Saint Luke's. En España siempre hemos llevado retraso en casi todo). La iglesia impresiona por sus hechuras: la nave, de 18 metros, es la más alta de Londres; y la torre es todavía más asombrosa: con 42 metros de altura, cuadrangular, gobierna un barrio, Chelsea, en el que no faltan templos notables y pináculos excesivos. Me gusta mucho la blancura de la piedra, originaria de Bath, que constantes limpiezas preservan de la contaminación del tráfico. Sobre esta piel clarísima se imprimen unos ventanales que parecen haber sido estirados por la mano de Dios y un magnífico reloj azul, de manecillas y numeración doradas. A la iglesia la rodean unos delicados jardines, cuya delicadeza no desmienten las tumbas que los jalonan. Antes eran el cementerio, como ocurre en tantas iglesias inglesas. Ahora son una sucesión de arriates, primorosamente cuidados, y de mazos de flores, casi tan coloristas como las vidrieras del templo. En los árboles siempren cantan pájaros. De hecho, en todo Londres siempre cantan pájaros. Ahora mismo, mientras escribo esto, oigo a uno trinar por la ventana. Los pájaros de Londres son canoros e incansables, y no deja de sorprenderme oírlos dondequiera que vaya. En Barcelona, en cambio, son bichos mustios, áfonos. El único ruido aviario que recuerdo es el graznido extemporáneo de las cotorras brasileñas, que recorren en bandadas el cielo de la ciudad. Frente a la magnificencia exterior de Saint Luke, el interior decepciona un poco. No se ha pretendido aquí reproducir la grandeza del caparazón, sino construir un lugar apto para el rezo: el espíritu austero de los puritanos se revela en los bancos duros, en las paredes lisas, en la ornamentación escasa. No obstante, si uno atiende a los detalles, descubre cosas interesantes. En el pasillo central hay un cuadro de un señor que debía de ser, a la vez, médico, creyente, pintor y santo: lleva un estetoscopio al cuello, una paleta de pinturas en una mano, una Biblia en la otra y un halo alrededor de la cabeza, aunque nada en el óleo, ni cerca de él, nos revele de quién se trata. El cuadro es un horror, pero me agrada su espíritu sincrético. En las capillas laterales, las cosas mejoran. Siguiendo la tradición, tan inglesa, de aunar milicia y fe, encuentro el memorial del teniente coronel Henry Cadogan -los Cadogan, uno de las principales familias de la ciudad, todavía son patronos de la iglesia-, muerto en la batalla de Vitoria, en 1813. El general al mando de la alianza hispano-británico-portuguesa que derrotó a los franceses que escoltaban a José Bonaparte en su huida de España, era, precisamente, el duque de Wellington. La victoria aliada fue completa, y selló la presencia de Napoleón en la península ibérica, pero pudo haber aniquilado al enemigo y no lo hizo: el botín que se llevaba Pepe Botella del país en el que había reinado era tan fastuoso, que los soldados ingleses, en particular, se detuvieron para apoderarse de él, en lugar de perseguir a las tropas en desbandada del mariscal Jourdan. La mayoría de los españoles, en cambio, desdeñaron la rapiña y optaron por pasar a cuchillo a los fugitivos. Y se comprende: después de un lustro de salvajadas de los franceses, tenían ganas de revancha. El general Wellington, disgustado por el comportamiento de sus tropas, profirió su legendario juicio: The British soldier is the scum of the earth, enlisted for a drink ("el soldado inglés es la hez de la tierra; se alista por un trago"). Pero ese soldado era el que le había dado para el pelo a las águilas imperiales. El propio Wellington consiguió su tajada de la rapiña bonapartiana, aunque involuntariamente: cuando quiso devolver la fabulosa colección de cuadros y obras de arte que el francés había robado, Fernando VII, preclaro como siempre, le dijo que se quedase con ellos: 83 de aquellas piezas se exponen hoy en el Wellington Museum de Londres. Siguiendo con los homenajes militares, en otra capilla de Saint Luke's me encuentro con el memorial del 56º Regimiento de Fusileros Punjabíes, una unidad del ejército británico de la India creada en 1849, y cuya relación de méritos no es menor que la de Henry Cadogan: cumplieron su misión -vigilar la frontera del Punjab- con gran aplomo, y con mucho plomo, y todavía tuvieron tiempo de luchar contra los afganos, ahí es nada, en la batalla de Peiwar Kotal, y contra los otomanos, en la Primera Guerra Mundial, en la sangrienta reconquista de Kut-al-Amara, donde perecieron 23.000 indios y británicos. Pero Saint Luke's no solo se caracteriza por estos trágicos hechos históricos; también se la conoce por algunos sucesos más amables. Por ejemplo, aquí se casó Charles Dickens con Catherine Hogarth el 2 de abril de 1836, dos días después de haber publicado Los papeles póstumos del club Pickwick (de la que se separaría diez hijos y 22 años después); aquí trabajó el organista y compositor John Goss, autor del célebre himno "Alaba, alma mía, al Rey de los Cielos"; y aquí se han filmado escenas de algunas películas famosas, como El imperio del sol -donde representa a la catedral de Shangai- y el último remake de 101 dálmatas. Aunque el incidente más significativo vinculado a la iglesia lo protagonizó Vincent de Groot, uno de aquellos pioneros de la aviación, que en 1874 había construido un ingenio volador con el que pretendía asombrar a las multitudes de Chelsea. El cacharro, adosado a un globo aerostático, despegó de los cercanos Cremone Gardens. De Groot tenía previsto soltarse a una altura suficiente y planear con gallardía hasta el suelo, pero, antes de que pudiera hacerlo, el viento empujó peligrosamente el globo hacia la torre de Saint Luke, rematada por cuatro pináculos que, vistos desde abajo, son hermosas proyecciones del neogótico inglés, pero, vistos desde arriba, son cuatro agujas mortíferas que pueden atravesarlo a uno de parte a parte. El conductor del globo, asustado, soltó el aparato de De Groot para que no se estampara contra la torre, pero aquello precipitó las cosas, y nunca mejor dicho: el pobre De Groot sobrevoló el mullido jardín de la iglesia -qué horror le debió de causar entonces comprobar la eficacia de su aparato- y se estampó contra el pétreo suelo de Sidney Street, para consternación -y también disimulado jolgorio- del nutrido público asistente.
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