La sociedad literaria tiene muchos estratos. No es una entidad monolítíca, sino compuesta por capas superpuestas, o sucesivas, de autores y libros. Su pluralidad es espacial -hay poetas de Jaén y poetas de Pontevedra, poetas de barrios pobres y poetas de familias ricas, poetas andariegos y poetas sedentarios, poetas isleños y poetas continentales- y también temporal: algunos asoman durante algunos años, para desdibujarse luego en el fluir deletéreo de las cosas; otros protagonizan una sola aparición, un momento estelar, y luego se borran de la escena con la misma vivacidad con la que irrumpieron en ella; otros más caminan guadianescamente, con apariciones y desapariciones encadenadas, que les reportan una cierta fama de imprevisibles y excéntricos; otros permanecen siempre en el estante, a la mano, publicando libros, firmando artículos, apañando traducciones, con tenacidad himenóptera; y hay, en fin, los parcos, los silenciosos, los estreñidos, los casi ágrafos, que, no obstante, se las ingenian para ser reconocidos como poetas. Yo he sentido siempre debilidad por los poetas provincianos. Entiéndaseme bien: Antonio Gamoneda es un poeta provinciano; Manuel Álvarez Ortega es un poeta provinciano; Francisco Pino era un poeta provinciano. Y, sin ánimo de compararme con ninguno de ellos, a veces pienso que también los poetas de Barcelona, esa capital mundial de la edición, somos ya poetas provincianos: poetas definitivamente recluidos en el redil de lo periférico, más aún, de lo preterible. Hablo de poetas criados y crecidos lejos del centro, en la penumbra, helada o canicular, de lo apenas conocido, en la ardua molicie de lo lateral y lo carente de eco, o, por lo menos, carente de un eco que rebase los límites administrativos. Entre ellos se encuentra, con sorprendente frecuencia, lo más renovador, lo más distante y distinto, de la poesía que se escribe en el país; o, en todo caso, lo hecho con menos urgencia, lo más amorosamente decantado, exento de acicates publicitarios, insumiso a las solicitaciones del poder. Entre los amigos que yo, un provinciano, tengo en provincias, siempre he gozado especialmente de la compañía de los castellano-leoneses: Tomás Sánchez Santiago, María Ángeles Pérez López, Juan Luis Calbarro, Máximo Hernández, Luis Ingelmo, entre otros. Hace muchos años, algunos de ellos, constituidos en grupo, dieron a la luz, en Zamora, una plaquette con un puñado de sonetos míos. Era una iniciativa artesanal y modestísima, pero llena de amistad y, sobre todo, llena de un interés genuino por lo que alguien tan raro como un barcelonés que escribía en castellano podía aportar. Otro de los miembros de aquel círculo de personas apasionadamente entregadas al cultivo y a la prédica de la poesía era Ángel Fernández Benéitez, a quien, no obstante, no llegué a conocer en mis visitas a Zamora. Y es comprensible, porque su lejanía era extrema: a la condición extrarradial de zamorano, unía la residencia en las Islas Canarias, donde ha trabajado casi veinte años como profesor. Más allá ya no se podía ir. Él, con más razón que nadie, enarbolaba la condición de poeta provinciano. Hace poco, Tomás Sánchez Santiago, de feliz visita en Hoyos, me regaló un ejemplar de un libro que yo no conocía, y me recomendó que lo leyera; y lo leí, porque yo a Tomás siempre le hago caso. Ese libro ha salvado mi desconocimiento, personal y en buena medida también literario, de Ángel Fernández Benéitez. Se trata de su antología Perdulario. Antología poética (1978-2013), en la que recoge muestras de su obra desde su primer libro, Espirales, aparecido en Zamora en 1980, pero escrito en Ceuta entre 1978 y 1979, hasta su último poemario publicado, Blanda le sea, en 2010, y sus más recientes inéditos, como los que integran El verano al acecho. La responsable de esta extraordinaria agrupación de la obra de Fernández Benéitez es la Diputación de Salamanca, cuyas publicaciones siguen constituyendo un referente de la edición institucional en España, y el responsable de la introducción -que es, más bien, un estudio introductorio, y espléndido- es el también poeta y amigo Máximo Hernández. Ángel Fernández Benéitez es un autor entero y poroso, de inspiración clásica, voz serenamente articulada y relumbres naturales: su pasión por la naturaleza, contemplativa, pero también erótica, se manifiesta desde su primer hasta su último verso. Las inseguridades existenciales, entre las que la definición de la identidad, de la sustancia del ser individual, descuella con vigor, se proyectan en la descripción de un mundo asombroso y, a veces, empavorecedor. Encuentro muy significativa una de las citas que preceden a Blanda le sea: son de la Epístola moral, de Andrés Fernández de Andrada, cuya gravedad de pensamiento y claridad de expresión convienen singularmente a Fernández Benéitez. No es este, sin embargo, solo un excelente conocedor de las tradiciones clásicas, sino también un amante de las contemporáneas: la musicalidad siempre sobria de sus palabras se enreda a menudo en un follaje vanguardista y hasta en arboledas neoculturalistas, como se aprecia, precisamente, en Blanda le sea, al que pertenece este hermoso poema, "Federico escribe el preludio en re bemol mayor para Aurora en Valdemosa (Op. 28, nº 15)":
Bajo esta delincuencia de los álamos
me avengo mansamente a tu cintura
como un esclavo fiel, pero indolente.
Y al cepo policial de las estrellas
caídas en tus ojos aurorales
acudo a paso dócil con cautela.
Mas amenaza el límite del labio
y el peligro de lengua descosida.
Es el otoño gris en tu mirada
quien avisa y advierte del peligro.
Es el otoño gris que hallo en tus ojos,
cercada en tu pupila mi figura.
Como no iré de vuelo a la caída,
me robarás el cuerpo en el abrazo,
pero ya no deseo, tenlo en cuenta,
la pasión de tu boca tan caliente
ni tu incansable mano buscadora
de ese signo imposible de sosiego.
Me he cargado con libras de tristeza,
me he vencido, seguro, sin consignas,
he abrasado la ruta de mis pasos
en los mansos caminos de los bosques...
Yo te dejaré hacer, sin oponerme,
aunque temo el silencio en que disipa
esa pasión la niebla por lo oscuro.
No quisiera avisarte pero temo,
y debía advertirte que mañana
ya no podré expresar tanta aventura.
Cuando el dolor su cauce haya excavado,
tendré acaso valor para decirte:
De súbito el amor abre la muerte.
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