La colección "Cardinales", de la editorial Vaso Roto, sigue con su atractiva andadura. La primera entrega incluía Animal que escribe. El arca de José Martí, de Orlando González Esteva, un libro magnífico del que di cuenta en este diario, y El sueño imperativo, otro sugerente conjunto de escritos del principal árbitro de la belleza victoriano, John Ruskin, traducido por Jordi Doce (a Ruskin, esteta exquisito, le avisaba cada tarde la mucama: "Señor, el crepúsculo"; y él salía incontinente a la terraza a contemplarlo). En la segunda entrega me llegan La baba del caracol, de Chantal Maillard, y este Máximas y malos pensamientos, del escritor y artista catalán Santiago Rusiñol. La edición corre a cargo de Francisco Fuster, historiador de formación, pero con hechuras de filólogo, y muy fino, al que se deben sensatas selecciones de Julio Camba, Pío Baroja y Azorín, entre otros clásicos contemporáneos. La forma de trabajar de Fuster es deliciosamente simple: elige un autor relevante, descubre o espiga textos menos conocidos u olvidados, escribe una introducción que sitúa con justeza al autor y a la obra, aporta el aparato crítico necesario -pero no más- y fija el texto como un buen árbitro: con equidad, pero sin que se note. En el caso de Máximas y malos pensamientos, Fuster se ha encargado también de la traducción del catalán, y lo ha hecho, como el resto de su trabajo, con pulcritud y tino. Por Rusiñol he sentido yo simpatía toda mi vida, y no solo porque mi padre, encantado con sus cuadros luminosos y comprensibles, se hiciera lenguas de él, sino también porque me ha acompañado en momentos significativos de mi adolescencia. En Els Quatre Gats, por ejemplo, he pasado muchas tardes de tertulia o de soledad. Recuerdo el enorme cuadro de Ramon Casas que presidía el local, con dos ciclistas vestidos de blanco y montados en un tándem, uno de los cuales, de barbas rudas, miraba al contemplador, como sorprendido de que lo estuviera contemplando. Y en Els Quatre Gats habían pasado muchas tardes y muchas Rusiñol, Casas y Enric Clarasó, entre otros pintores y escritores modernistas. También recuerdo El Cau Ferrat, aquella casa de Sitges en la que Rusiñol se estableció en 1893 para trabajar, y donde acumuló una fastuosa colección de objetos artísticos, en particular, obras de forja catalana -de ahí su nombre-, por la que sentía fascinación. De El Cau Ferrat no solo maravillaban el abarrotamiento y abarrocamiento -la acumulación de piezas era tal que resultaba difícil moverse-, sino su situación: la casa, colgada sobre el mar, se inundaba de luz y del azul del mar. En las ventanas, el sol cegaba y, por todas partes, el olor a sal del agua encendía la piel. Aquella mezcla de objetos elaborados y realidades elementales me resultaba muy estimulante, y siempre salía de la casa con una extraña inquietud en los músculos y un no menos extraño bullicio en la mente, como si el arte y la naturaleza me hubieran atrapado de consuno y me estuviesen ahogando con una sola y simbiótica presa. La excitación solo podía combatirse con un baño en la playa, aunque fuese invierno, y escribiendo algo que, agotado el estímulo, acababa irremediablemente en la papelera. Es curioso: en Sitges -una población que no llega hoy a los 30.000 habitantes, de tradición pescadora, y donde se han cultivado la malvasía y el algarrobo- se han establecido dos escritores importantes en la formación de mi sensibilidad: Santiago Rusiñol y César González-Ruano (aunque este dijera que los cuatro años que pasó en Sitges fueron los peores de su vida). Los dos tenían sus aficiones y sus adicciones: Rusiñol penaba con la morfina (de hecho, uno de sus cuadros más célebres, de 1894, se titula así, La morfina: representa a una joven en la cama, aferrada a las sábanas, con los ojos cerrados, la espalda arqueada y el camisón caído, sintiendo ya los accesos del placer, gozosamente palidecida), a la que se había enganchado para aliviar los dolores de una salud precaria, y Ruano, con el alcohol, al que se entregaba con pasión noctívaga y que le provocaba resacas devastadoras, que le obligaban a sujetarse con una mano la mano con la que escribía. En Máximas y malos pensamientos, publicado en 1927, poco antes de morir -Rusiñol falleció en 1931, súbitamente, mientras pintaba uno de sus famosos cuadros de jardines, en Aranjuez; Manuel Añaza presidió su funeral-, se despliega una sensibilidad ardiente, pero asimismo una gran frustración: no por casualidad se subtitula "Piensa mal y acertarás". Los doscientos aforismos que contiene el librito son un compendio de pesares y amarguras, determinadas por las dolorosas experiencias de sus accidentes y enfermedades, y de unas relaciones con las mujeres que podríamos calificar, sin temor a equivocarnos, de insatisfactorias, aunque fuese él quien abandonara a su esposa y a su hija pequeña, para establecerse en el París bohemio de fin de siglo. Este es, de hecho, el aspecto más antipático del breviario, una feroz misoginia, que convive con otros odios señalados -a los médicos, a los obreros, a los políticos, el último de los cuales, en cambio, resulta fácilmente compartible hoy: "Los políticos deben tener el corazón reglamentado: no pueden compadecer más que a aquellos que son de su partido"-, enmarcado todo ello en una detestación más amplia, en una misantropía para la que solo encuentra consuelo en el humor. Sorprende, no obstante, tanto sarcasmo y tanto desfavor en un hombre de estirpe afortunada -era hijo de una familia burguesa, dedicada a la industria textil-, que recibió todos los parabienes oficiales -hasta la Legión de Honor francesa- y el aplauso del público, tanto como pintor como en su faceta de escritor y dramaturgo. De las mujeres no se cansa de despotricar, sobre todo por que lo subordinen todo a que las vean guapas, aunque a veces lo hace con acentos desmesurados: "Cuando a una mujer el duelo le favorece, no siente tanto haberse quedado viuda", algo que repite y amplía poco después: "Si la mayoría de solteras no se pudiesen hacer la ropa blanca, les daría igual casarse, y si no pudiesen vestir de duelo, les daría lo mismo quedarse viudas. El blanco para ellas es vanidad en voz alta, y el negro, tristeza en voz baja; y el marido, vivo o muerto, lleva el compás sin saberlo". No soy partidario, empero, de juzgar con sensibilidad actual -y, por lo tanto, de condenar- estas pataletas de artista constreñido por las convenciones sociales, sino de interpretarlas testimonialmente. La tradición de la misoginia en la cultura occidental no empieza ni acaba con Rusiñol, que fue, como somos todos, hijo de su época. Conviene tomar estas manifestaciones como expresión de un temperamento singular y de una disposición colectiva, que acarrea sus propias maldades y supura sus propias ironías. Tampoco hay que hacer sangre, creo, de un ocasional antisemitismo, muy tópico, por otra parte: "Si los judíos fuesen al cielo, comprarían las nubes al fiado y acapararían la lluvia". En todo caso, el librepensamiento de Rusiñol se manifiesta en algunos apuntes muy modernos, aunque siempre agridulces: "Al primero que deberían condenar a muerte, por haber matado, es al verdugo". A lo que me parece que hay que atender con más cuidado es al destello de inteligencia, a la explosión de ingenio luminoso e iluminador, que muchas veces tiene que ver con la reflexión estilística: "El escritor que cuida demasiado el estilo lo hace porque tiene pocas cosas que dcir; el que no lo cuida nada, mejor sería que no las dijera". O bien este otro: "Escribir versos es como fabricar una colcha: cuanto más bordada, menos abriga".
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