Miguel Ángel y yo vamos por la mañana a la Fundación Centro de Poesía José Hierro, en Getafe, para investigar en los archivos del poeta. En la espléndida biblioteca del centro -siempre vacía, no obstante, salvo por los grupos de estudiantes a los que la poeta y profesora Eva Chinchilla hace pasar, para que respiren, siquiera someramente, el exotismo del lugar-, repasamos manuscritos y originales, algunos de la prehistoria poética de Hierro, y observamos sus dibujos, siempre coloristas y dinámicos, y hasta hojeamos algunas de sus novelas inéditas. Por los ventanales del lugar nos llega la mañana, muy azul, entreverada del blanco de algunas nubes y del verde de la vegetación que crece hasta la raíz misma de las paredes. La Fundación es el único centro público español dedicado exclusivamente a la difusión y el conocimiento de la poesía, y a uno se le hace la boca agua pensando que pudiera haber más, muchos, o, llevando la utopía al límite, uno por provincia. Serían presupuestariamente pasaderos: con apenas el dinero que han costado unos pocos quilómetros de alguna de las fastuosas radiales que rodean Madrid, y por las que no se tiene noticia de que haya pasado nunca un coche, se financiarían todos ellos y se daría trabajo a muchos profesionales de la cultura. Me sorprende, asimismo, la majestuosidad de las estaciones del Metro Sur y de la estación de cercanías de Getafe: parecen aeropuertos. Me pregunto si era necesario ese faraonismo, y si no se habría podido proporcionar un servicio digno, e igual de eficiente, sin enterrar en mármoles y cemento tantísimos millones de euros. Después de comer, me encuentro en Atocha con el poeta, ensayista y amigo José Antonio Llera. El lugar en el que me ha citado son las maletas de Úrculo. Como no recuerdo dónde están, pregunto en un puesto de información de Renfe. El informador, de rasgos y acento andinos, me responde que sabe de unas maletas, pero que ignora si son de Úrculo o de plástico. Sus indicaciones me llevan hasta el lugar. José Antonio y yo charlamos un buen rato en un bar atendido por camareros hispanoamericanos, y me entrega un ejemplar de Luis Cernuda. Perspectivas europeas y del exilio, un volumen, coordinado por él mismo y otro buen amigo, Mario Martín Gijón, que recoge las intervenciones de los participantes en el Coloquio Internacional dedicado al poeta sevillano, que se celebró en Cáceres a finales de abril del año pasado. La mía, "El amor y el muro: Luis Cernuda y Manuel Álvarez Ortega", intenta extricar la influencia del primero en el segundo, y convive con otras, de excelente nivel -Valerio Nardoni, Serge Salaün, Gina Maria Schneider, Bernard Sicot, Gregorio Torres Nebrera (a él, fallecido hace pocos meses, se dedica el volumen), James Valender (con una ponencia extraordinaria sobre Cernuda, Stanley Richardson y la poesía inglesa), Nuria Rodríguez Lázaro y Gabriel Insausti, además de los propios Llera y Martín Gijón-, y con alguna ciertamente pintoresca, pero ya se sabe que en los congresos con muchas presentaciones es casi imposible garantizar que todas sean solventes. Despido a José Antonio en Atocha y me vuelvo a encontrar con Miguel Ángel, que me quiere invitar a cenar. Antes, no obstante, ha de reunirse brevemente con un editor en la Gran Vía, por un asunto relativo a sus publicaciones. Me pide que lo acompañe, y nos presentamos en El Taller del Prado, que se encuentra en un edificio antiguo y noble, y que me recuerda mucho a las fincas burguesas del Ensanche barcelonés, incluso con sus mismos ornamentos modernistas. Mientras Miguel Ángel y su editor conversan, yo echo un vistazo al lugar, que es también galería -hay piezas de Miró, de Juan Alcalde, de Canogar, de Ràfols-Casamada, de Tàpies-, y salgo a una pequeña galería, llena de plantas. Me apoyo en la baranda de piedra y contemplo la ciudad, sobre la que ahora cae una luz quebradiza, que la mancha de oros fugitivos. El aire huele levemente a playa. Reparo en esos lugares de las casas que quedan siempre ocultos a la vista: las azoteas, las terrazas interiores, los balconcillos, y me parece estar invadiendo alguna intimidad: veo bicicletas, ropa puesta a secar, antenas parabólicas, cañerías viejas. Observo también, en primer plano, los tejados de teja, y en eso reconozco a mi país: en Londres no hay; allí solo se divisan losas y pizarras. Más allá, de la ciudad que se extiende hacia el horizonte, se elevan agujas de iglesias, cúpulas de iglesias, rascacielos razonablemente estrambóticos, y, en el centro del apiñamiento urbano, la gigantesca bandera española de la plaza de Colón: me parece que es tan grande como dos pistas de tenis. Pronto anochecerá, y un gris nebuloso empieza a mojar la Gran Vía. En estas horas caedizas, o en las que siguen al amanecer, pienso siempre en El Crack, la película de José Luis Garci, tan amanerada como son siempre las suyas, pero una de las que mejor ha sabido reflejar ese espacio sombrío y, a la vez, intensamente vital del centro madrileño, y, quizá, la que más se ha acercado a perfilar un mito de la urbe, una imagen que sintetice el espíritu de la capital. Cuando dejamos la galería/editorial, nos vamos a cenar a El Museo del Jamón, un establecimiento que yo no conocía, pero muy frecuentado por Miguel Ángel, al que le fascina la cocina popular española. Muy popular, en este caso. Se reúnen en el Museo del Jamón, además de las ristras de perniles que le dan nombre, y que se suceden como los muslos de las coristas en un espectáculo de can-can, algunas de las características que hacen inimitables a ciertos restaurantes españoles: los cartelones plastificados con fotografías de los platos; los camareros ataviados con chaquetilla; los baños con olor a lejía. El servicio es definitorio: el camarero nunca depositará el plato, la copa o lo que sea con suavidad, sino como quien se desprende de algo urgente y casi tóxico: la copa se tambaleará en la mesa, sin llegar a caer, pero derramando el suficiente contenido como para que parezcamos unos comensales muy sucios; el pan rebotará en la cesta, con feliz esparcimiento de migas; los cubiertos estarán a punto de caerse o quedarán cruzados encima del mantel como las tibias de la bandera pirata; y, desde luego, el camarero se habrá ido antes de que hayas tenido tiempo de articular que también quieres una botella de agua. Si realmente la quieres, tendrás que vocearlo, sobreponiéndote al estrépito cuchillesco del lugar, o esperar con paciencia a su regreso, sea cuando sea que se produzca, y cuidándote de tener la frase bien preparada para soltársela en la brevísima fracción de segundos en la que esté en los alrededores de la mesa, sirviendo, o más bien arrojando, el plato de sopa o la fuente de calamares. Nuestro menú de esta noche, preparado por un cocinero ecuatoriano: pulpo a la gallega, aceptable; calamares a la romana, correctos; queso, flojo; jamón, pésimo (creo que era del "Dia"); y sandía, próxima a la putrefacción. El vino, un valdepeñas de garrafón. Salimos con el estómago muy atareado y no demasiado complacido. Pero hemos celebrado nuevamente la amistad, y eso basta. Además, ha pagado Miguel Ángel.
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