Aprovechando la visita a Madrid, decidí hacerme con un libro que me interesaba y que ya está descatalogado: Espejo, del valenciano Jaume Roig, una sátira misógina del siglo XV, compuesta por 16.359 pareados pentasílabos, y cuya traducción al castellano, hecha por el bibliófilo catalán Ramon Miquel i Planas a mediados del siglo pasado, había recuperado Alianza en 1987. Podría haberlo comprado por Iberlibro, pero los costes del envío superaban a los del libro, y nunca me ha gustado pagar más por el collar que por el perro. Así que localicé las dos librerías de la ciudad que, según Internet, tenían el volumen, y me apresté a adquirirlo a la antigua usanza: acudiendo al mostrador y pagando en efectivo. La primera a la que me dirigí fue la Antigua Fuentetaja, en la calle de la Cruz Verde, número 10. No obstante, cuando llegué al lugar (después de ver, al salir del metro, que muy cerca de allí está la famosa calle del Pez; ¿qué pez?, recuerdo que me preguntaba yo de niño cuando la oía nombrar, o cuando la veía escrita en los tebeos), fui incapaz de encontrarla: los escasos comercios de la calle estaban cerrados, y ningún cartel o leyenda la identificaba. En otro número, el 14, sí había una librería, Filobiblion, pero también estaba cerrada. Le pregunté a un chico que pasaba por allí si sabía de la Antigua Fuentetaja, y me dijo que la única librería que había en aquella calle era Filobiblion, aunque siempre estaba cerrada. "Bueno", puntualizó, "siempre no: creo recordar que un vez la vi abierta". No era una información alentadora. Aunque el chico, con excelente voluntad pero escasa lógica, me habló de algunas otras librerías de viejo del barrio a las que podía acercarme "para no perder el viaje", desistí de la busca, no sin telefonear al número que figuraba debajo de "Filobiblion", no fuera a ser que, por alguna extraña mutación nominal, aquella fuese también la Antigua Fuentetaja. Nadie respondió a la llamada. Como la segunda librería que disponía de Espejo, la Pérez Galdós, no estaba lejos de allí, decidí probar suerte en ella. Me fui caminando hasta y por la calle Hortaleza, llegué al local y pregunté por el libro. La dependienta consultó en el ordenador y me dijo que lo tenían, pero que estaba en el almacén, y que lo traerían por la tarde. Contento, di el asunto por zanjado, a falta del trámite de la recogida. Sin embargo, mi gozó se perdió en lo más profundo del pozo, cuando, poco después, recibí una llamada de la Pérez Galdós para informarme de que el libro no estaba. "Pero ¿no está quiere decir que no lo encuentran o que no lo tienen?", pregunté, entre el desánimo y la irritación. "No lo tenemos: se ha vendido". "Pero en iberlibro consta como que lo tienen". "Puede: no estará actualizado". "¿Y por qué no lo actualizan, cojones?", pensé, aunque no llegué a decirlo. Después de tantas vueltas, volvía a la casilla de salida. Al día siguiente decidí telefonear al número de la Antigua Fuentetaja que figuraba en la página web de iberlibro. Solo salió un buzón de voz, que, para mi alivio, se identificaba como de la librería y me animaba a dejar un mensaje, al que responderían enseguida. Lo dejé, pero la respuesta no fue enseguida, sino por la tarde. No obstante, era favorable: tenían el libro, aunque no sabía dónde; la ubicación de la librería continuaba siendo un misterio. Devolví de inmediato la llamada, pero volvía a salir el buzón de voz que ya conocía. Una nueva llamada, a la mañana siguiente, me puso en contacto, por fin, con un ser humano. Entonces me enteré de que la librería Antigua Fuentetaja está, efectivamente, en la calle Cruz Verde, número 10, pero nada la anuncia en el exterior. Como solo venden por internet, no es necesario letrero alguno, aunque en las verjas de los bajos, que es donde se encuentran, quedan los restos despintados de las antiguas leyendas. "Pero, si solo venden por internet, ¿no puedo comprarlo en la propia librería?", pregunté, rozando la desesperación. "Sí, puedes venir: hacemos excepciones. Pero tráete el dinero justo, para que no tenga que salir a pedir cambio en un bar". Acudí, por fin, al número 10 de Cruz Verde, con veinte euros exactos en el bolsillo y el vaso de la paciencia a punto de colmarse, aunque también poseído por una difusa euforia: el libro sería mío en breve, si nada más se interponía en mi camino. Nada en el interfono del inmueble identificaba a la librería, pero llamé a los bajos. Me abrieron. Nada identificaba tampoco a la librería en el rellano de la finca, pero, cuando ya pensaba que tendría que picar a todas las puertas, entre tinieblas, para dar con la que buscaba, una se abrió. Me inundó una ola de felicidad. El dueño, de media edad, con barba oscura, muy amable, me condujo abajo, muy abajo, donde tiene los libros. Allí estaban todos los libros de la Antigua Fuentetaja, aquella antaño vivaz librería, escuela de letras y hasta editorial, británica e insólitamente ordenados, ocupando todos los estantes de todas las paredes. Sic transit gloria mundi: hoy solo sobreviven en la penumbra de un subterráneo, casi de una cripta, invisibles al mundo, latentes como animales en hibernación. El dueño tenía el ejemplar de Espejo en una mesita, lo cogí y deposité a cambio el billete de veinte euros. Sentí una extraña emoción cuando me lo metí en el bolsillo. Pero, ya que estaba allí, ¿por qué no echar un vistazo a los plúteos dedicados a la poesía? Pedí permiso para hacerlo, y el hombre me lo concedió. Me dio una escalera para llegar a ellos (la poesía suele estar o muy arriba, casi inalcanzable, o muy abajo, a la altura del polvo: Borges decía que la ordenación de una biblioteca es un ejercicio de crítica literaria) y me dejó solo, para atender a su ordenador, que es, para él, no solo su cordón umbilical con el mundo, sino el mundo entero. Pensé entonces que su confianza era mucha. Allí no había cámaras de seguridad ni arcos detectores, y nada sería más fácil que deslizar algún volumen en los bolsillos. Aparté la tentación de la mente, como quien se quita de la frente una telaraña que se le ha enganchado, y repasé los pocos poemarios alineados: solo una antología de románticos ingleses en Tusquets tenía algún interés, pero la deseché: no era bilingüe ni barata. Bajé, devolví la escalera a su lugar, me asomé al rincón del dueño para darle las gracias y despedirme, subí hasta la puerta de la gruta y me marché, feliz de haber cobrado una pieza tan buscada en una librería que no existe.
Oído en un puesto de la feria del libro de ocasión a una adolescente que le decía a otra: "¿Tú quieres que yo te explique El conde Lucanor? Es muy fácil, tía: el conde va y le pasa algo, dice algo, ¿vale?, y entonces viene Petronio, ¿vale?, y le cuenta lo que le pasa, y lo que tiene que hacer, y al final, ¿vale?, siempre hay una frase que lo resume todo". No me pareció un resumen desacertado.
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