El territorio que hoy queremos descubrir se sitúa en esta zona del centro de Londres, donde abundan los escenarios dickensianos. Una de las casas de Lincoln's Inn Fields, a donde nos asomamos nada más salir del metro, gris, circunspecta, con columnas a la entrada y cochera de grava, perteneció a John Forster, el biógrafo de Dickens, e inspiró la de Mr. Tulkinghorn, en Casa desolada, la novela que más me gusta del escritor. Por la calle, en ese momento, pasa un vagabundo jacarandoso que le dice o hace algo a un grupo de colegialas que se ha cruzado con él. El mendigo es joven, y lleva los pantalones por debajo de los glúteos, aunque no sabemos si es por indigencia o por imitación de la moda adolescente, esa que obliga a llevar pantalones de una talla cinco veces superior a la que corresponde. Las chicas, asustadizas y ruidosas, echan a correr como patos levantados por un bull terrier. Cruzamos los jardines de Lincoln's Inn, donde se acumulan los adoradores del sol, y nos acercamos al museo de John Soane, del que tan bien me han hablado algunos buenos conocedores de la ciudad, como Andrés Catalán. Para nuestra desgracia, está cerrado. De hecho, hoy domingo casi todo está cerrado, excepto las numerosísimas franquicias de cafés que han proliferado, en Londres y en el mundo entero, en estos últimos años: Starbucks, Costa, Caffè Nero... Me resuelvo mentalmente a volver otro día y conocer las fabulosas colecciones de arte antiguo que el arquitecto Soane, el diseñador del Banco de Inglaterra, acumuló aquí. Atravesamos después Lincoln's Inn, uno de los barrios judiciales de Londres, que el descanso dominical vuelve fantasmagórico. No hay nadie en las calles, salvo nosotros y las inmensas fachadas de los edificios. Aquí deben de bullir cada día las togas negras y las pelucas blancas, pero hoy los únicos esqueletos que distinguimos son los nuestros y el de un pobre pájaro -una garza, quizá- que se reconoce casi entero -solo le faltan las alas- en el suelo empedrado. Salimos del laberinto judicial y vamos a dar a Fleet Street, justo delante de la delegación de la Generalitat de Cataluña en Londres. La reconocemos por la senyera que ondea en la azotea de un hermoso edificio tudor, blanco y negro, aunque ninguna placa identifica a la oficina en el portal. En realidad, no importa mucho: lo que importa es la bandera, el peso simbólico, la proyección política de los colores. Algo que me resulta gracioso es este esfuerzo por desplegar la enseña en la capital del imperio que abandonó a los catalanes a su suerte en la Guerra de Sucesión, una vez despejadas las incertidumbres dinásticas por las que había combatido en ella. Aquel conflicto, esgrimido por los nacionalistas como el fundamento de la opresión española -aunque fuera más bien borbónica-, se resolvió como se resolvió, en última instancia, porque Londres no envió las fuerzas que había prometido a la Barcelona sitiada. El Reino Unido no se ha caracterizado precisamente, a lo largo de la historia, por defender las causas de los españoles: en la Guerra Civil, el gobierno de Su Majestad abrazó la política de no intervención, pese a la evidencia de la agresión fascista, abandonando también a la República a su destino. Tras cubrir un breve trecho por Fleet Street, giramos a la izquierda y nos adentramos de nuevo en un dédalo de callejuelas, aunque hoy casi todas están jalonadas por edificios modernos. Llegamos a Gough Square, donde se conserva la casa de Samuel Johnson, a quien Borges llamaba reverencialmente el Doctor Johnson, autor del mejor diccionario de la lengua inglesa durante dos siglos -seguía siendo el lexicón de referencia a mediados del siglo XX-. En Gough Square hay también una estatua de un gato -no es la primera que vemos en Londres: aquí los gatos son casi tan queridos como los perros-, a cuyos pies descansan las conchas de dos ostras; están vacías: se supone que el gato de las ha comido. Un poco más allá, damos con la Plaza de la Pólvora, en cuyo centro no sorprende descubrir un cañón. Las estatuas abundan, pero no las personas, de las que nosotros seguimos siendo, en muchos de estos rincones, los únicos representantes. Nos acercamos después al pub Ye Olde Cheshire Cheese ("El viejo queso de Cheshire": Cheshire es conocido por su queso y por el gato de Alicia en el País de las Maravillas), uno de los más literarios de la ciudad, donde se han remojado Dickens, Carlyle, Tennyson, Thackeray, Mark Twain, Conan Doyle y G. K. Chesterton, además del Doctor Johnson, desde luego, al que le pillaba muy cerca, y donde alimentaba su pasión lingüística con muchas pintas de ale y no menores cantidades de rosbif. Salimos, por fin, a una vía ancha, la calle de San Andrés, en cuyo extremo norte se alza una hermosa iglesia blanca, previsiblemente llamada de San Andrés. En la perpendicular High Holborn Street, pasamos por delante del pub Bounce, que alega haber sido el lugar en el que, hacia 1880, se inventó el ping-pong. Probablemente, un par de parroquianos aburridos, y a los que la lluvia mantenía encerrados en el bar, se decidieron a apartar las botellas de una mesa y darle golpecitos a una pelota, a imitación, a escala, del tenis. Los ingleses siempre han sido muy imaginativos en esto de los deportes. En la calle casi tropezamos con tres gitanas, que están comiendo en el suelo. Pero no comen bocadillos: comen, con los dedos, de tarteras y recipientes desplegados en algo que antaño fue una estera de picnic; en el suelo: entre la gente. Un poco más allá, en Brooke Street, vivió y murió Thomas Chatterton, uno de los mitos del Romanticismo inglés, aunque apenas le dio tiempo a ser otra cosa que un gran falsificador: se suicidó con arsénico a los 17 años. Aparte de la égloga Elinoure y Juga, que atribuyó a un monje medieval inexistente, Thomas Rowley, y una serie de genealogías igualmente falsas con las que les sacaba dinero a los aristócratas deseosos de entroncar con Guillermo el Conquistador o con alguno de sus caballeros normandos, apenas tiene obra propia, si entendemos por propia la escrita bajo su nombre. Sus sátiras -sobre todo, Memorias de un perro triste, cuyo título tanto recuerda al empleado por Gabriel García Márquez para una de sus últimas novelas, Memorias de mis putas tristes- y algunos de sus sonetos son estimables, aunque su fama no se debe tanto a ellos -y mucho menos a la única obra que consiguió vender en su vida, una opereta titulada La venganza- como a las espectaculares circunstancias de su vida y, sobre todo, de su muerte. Acabado el recorrido, volvemos a casa en autobús. En la parada en la que esperamos al 344, unas mujeres jóvenes sujetan a una señora que parece víctima de un ataque: sufre violentas convulsiones y mira con ojos estupefactos. Todas son negras. Sin embargo, no parecen preocupadas: no han llamado a nadie, y atienden a la enferma con el celebrado estoicismo inglés: se limitan a impedir que se haga daño con las sacudidas. En el autobús, pasamos frente a un local descubierto, en el que suena una música infernal y dos macistes en calzoncillos subidos a una mesa están volviendo loco, con unos movimientos pélvicos que me recuerdan a los del vagabundo de esta mañana, y también a los de la señora convulsa que acabamos de ver, a un público aullador que se mueve, en el patio, como la superficie de una pizza en un horno microondas.
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