Así se titula la revista a la presentación de cuyo último número acudí ayer: Long Poem Magazine. Me habló de ella Terence Dooley, un londinense encantador, ahora refugiado en Cornwall, que ha traducido algunos poemas míos. Cuando supe de la existencia de LPM, yo, que llevo toda la vida batallando con las dificultades que supone escribir poemas largos -los editores protestan por el gasto de papel; en las revistas he de publicar extractos; en las lecturas, he de leer fragmentos-, me sentí feliz. Una revista de poemas largos es para poetas de poemas largos como una tienda de tallas especiales para gordos: una liberación. Creo, además, que no hay ninguna otra de estas características en Europa; desde luego, no la hay en España, donde imperan más bien los formatos breves, y donde uno siempre tiene la sensación, si aporta un poema extenso, de que está incomodando al editor, a los maquetadores y hasta a los lectores, como un pasajero entrado en carnes incomoda a los demás pasajeros de un avión. Me presenté ayer, pues, en la biblioteca del Centro Barbican, a media tarde, contento por el hallazgo y también curioso: me intrigaba el diseño de la revista. ¿Cómo habrían resuelto sus responsables el tamaño invariablemente derramado de su selección? (No tardé en averiguarlo: formato grande, caja ancha, tipo de letra pequeño, dobles columnas). Aunque, lo primero que me sorprendió del lugar de la presentación, fue el propio Centro Barbican, una especie de ciudad dentro de la ciudad. No solo tiene lo que se supone que ha de tener un centro cultural, sino también cines, teatros, restaurantes, patios majestuosos, aparcamientos infinitos y hasta rascacielos. Me quedé sobrecogido. Para llegar a la biblioteca, hube de recorrer un dédalo de calles, siguiendo las indicaciones viarias, y entrar en un edificio de cinco plantas. La biblioteca ocupa todo el segundo piso, y contiene muchos más libros -y discos, y películas, y periódicos- de los que yo recordaba que se pudieran acumular en un solo lugar. Pese a la magnitud del entorno, las presentaciones de libros y revistas son muy parecidas en todas partes, y esta no fue una excepción. Sin embargo, sí observé algunas características particulares. Para empezar, y nunca mejor dicho, fue puntual: con apenas cinco minutos de retraso, la editora/presentadora dio inicio al acto. En España, es impensable, e incluso grosero, que empiece antes de que hayan pasado veinte o treinta minutos de la hora a la que se ha convocado. Y la puntualidad se guarda aquí con rigor cuáquero: yo mismo estaba hablando con una de los editoras, con el indisimulado propósito de colocarles algún extensísimo poema mío, cuando vi que esta, hasta entonces todo sonrisas y aparente interés por lo que le estaba contando, salpicado de muy británicas exclamaciones -how lovely!, brilliant!, excellent!-, apartaba los ojos de mí, los fijaba en el reloj y, con un repentino rictus de seriedad, se dirigía al estrado, como lo hubiera hecho un macero que abriese la comitiva de un monarca. Otra característica distintiva de la presentación de ayer fue que hubo público: entre treinta y treinta y cinco personas, que aguantaron, a pie firme, las dos horas que duró la presentación. Claro que algunas de ellas eran los propios poetas que colaboraban en el número, y que iban a leer en el acto, pero, aún así, la asistencia no era despreciable. En lo que no se diferenció el acto de ayer de los nuestros, fue en la calidad de los intervinientes: hubo de todo, como en todas partes. Otra de las editoras daba paso a cada uno, con una breve presentación de su trayectoria literaria -y, si se equivocaba, como sucedió varias veces, no importaba: lo corregía con agudas carcajadas, como si estuviera encantada de haber metido la pata-, y el poeta, de pie, leía. Que la revista fuera de poemas largos y que el acto durara dos horas no es casualidad: cada intervención duraba muchos minutos, aunque, a menudo, el autor, compadecido, solo leyese una parte de su composición. Curiosamente, España estuvo muy presente en la presentación: la primera poeta, Mimi Khalvati, nos deleitó con unos pareados compuestos durante sus vacaciones en Granadilla de Abona, un pueblo de Tenerife, en los que evocaba a un periquito muy ruidoso de la casa rural en la que se había alojado; Aviva Dautch recitó una secuencia de once poemas inspirados en la litografía de un toro de Pablo Picasso; y Mercedes Cebrián leyó poemas de su libro Mercado Común, traducidos por Terence Dooley. La intervención de Mercedes gustó mucho, y yo la aplaudí vivamente, por patriotismo, pero también por sintonía estética. Entre lo que más me interesó, por razones que son fáciles de imaginar, estaba un poema de Lisa Kelly, titulado "Modelo", sobre su experiencia como modelo para desnudos en una escuela de arte; y también un curioso experimento de Aidan Semmens, "Manual de la Teoría de Cuerdas, escrito por un clérigo", compuesto a partir de la combinación aleatoria de frases halladas en la página 53 (como los años que acababa de cumplir) de una selección de libros de su biblioteca. No es que algo así no se haya hecho -desde dadá, estas mezclas azarosas gozan de buena salud-, pero me gustaron la pulcritud y la sistematicidad del método empleado, y también el resultado, que establece asociaciones insólitas y coincidencias iluminadoras, quizá más reveladoras de las que hubiera aportado una creación consciente (como sucede, pensé, con el poema de Insumisión escrito con versos seleccionados de poetas a los que admiro, dispuestos en orden alfabético). También me resultó atractiva una traducción, hecha por Mark Sorrell -que antes de dedicarse a la poesía había sido pastor, no protestante, sino de ovejas-, de La batalla de Maldon, un poema anglosajón que narra la derrota de Byrhnoth y sus hombres contra los invasores vikingos en la isla de Northey, en 991. (Byrhnoth es ensalzado en el poema como un héroe; lo fue, sin duda, pero también un pésimo estratega: si no hubiera dejado pasar a los vikingos del islote en el que habían desembarcado a tierra firme, los habría podido contener y, finalmente, derrotar). Tras la lectura, pasé un rato charlando con Mercedes y con una amiga suya, Pilar, a la que conoció en el barrio de La Latina y que ahora vive en Londres. Celebramos la intención de Mercedes de titular uno de sus libros, ambientado en Inglaterra, Moqueta, aunque, según me dijo, había cambiado de idea, y ese título ya no iba a ser el del libro, sino el de una de sus partes o capítulos. Pilar, Mercedes y yo discutimos, con gran prurito filológico, cuál sea el término inglés que mejor incorpora las connotaciones siniestras que la moqueta, y el término correspondiente, tienen para los españoles, y de las que los ingleses siguen sin ser conscientes. Llegamos a la conclusión de que no valía simplemente carpet: tenía que ser algo que revelase la naturaleza envuelta, amortajada, mugrienta, del suelo, como wall-to-wall carpet o, mejor aún, carpeted floor. Carpeted floor: qué gran título para una novela.
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