Parsons Green es una zona del distrito de Hammersmith & Fulham, a la que nos dirigimos hoy. Seguimos primero el paseo del Támesis, en dirección oeste, desde el puente Alberto. Ambas orillas del río han sido urbanizadas en los últimos años, y admiramos la sucesión de grandes edificios residenciales y administrativos. Todos, no obstante, se parecen bastante entre sí. Urbanísticamente, esta parte de la ciudad nos recuerda mucho a la que vimos en el otro extremo, en Canary Wharf, aunque no tiene su espectacularidad, debida, en buena parte, a los rascacielos del distrito financiero. En la ribera opuesta, se alza la Chelsea Power Station, tan abandonada como lo estaba, hasta hace poco, la Battersea Power Station, aunque, de nuevo, menos imponente que esta: es más pequeña y solo tiene dos chimeneas, pese a lo cual daría para un gran espacio residencial. Nuestro paseo nos permite contemplar también la bulliciosa fauna acuática que conserva el Támesis, a pesar de las mutaciones en el ecosistema que no deja de sufrir: patos, gansos, pollas de agua, cisnes, gaviotas, cuervos y palomas se mezclan en las orillas y en las plataformas de madera que salpican el río; a menudo se pelean, y los graznidos de unos y otras se entrelazan con más virulencia aún que los picos y las plumas. A los patos, en particular, les da igual nadar en una zona limpia, con juncos y carrizos, cuyas algas y nenúfares sortean con diligencia, que en un vertedero: la basura se amontona en algunos recodos o entrantes artificiales del Támesis, y los ánades conviven con ella con la misma naturalidad, como si los envases de tetra-brik fueran algas y las botellas de plástico, nenúfares. Pasamos al lado de un helipuerto fluvial, del que en ese momento despega un helicóptero azul, con estruendo ensordecedor. Más allá, tomamos un helado en una terraza. Ángeles no puede con su sidra, que es un brebaje sueco, temerariamente aromatizado con frambuesa y mora, con olor y sabor a jarabe: yo me lo acabo por ella. Mientras disfrutamos del helado y sobrevivimos al mejunje escandinavo, vemos pasar aviones por encima de nuestras cabezas. Lo hacen con regularidad, como en una autopista; de hecho, las rutas aéreas son autopistas, solo visibles para los controladores. Todos se dirigen a Heathrow, y, cuando uno casi ha alcanzado la raya del horizonte, otro asoma indefectiblemente en nuestra vertical. Así todo el rato. Aunque el entorno no es aquí especialmente agraciado, nos sosiega la visión del río: la añoramos mucho. La amplitud del cauce sugiere una equivalente amplitud espiritual, y el fluir del agua estimula el fluir del pensamiento. Uno se da aquí a insólitas ensoñaciones, y también se abandona, con placer, a una razón ausente, a una vaciedad sanadora. El camino prosigue luego hasta el puente de Wandsworth, inaugurado en 1940, y probablemente el más feo de Londres: todavía conserva los tonos azules y grises originales, cuyo propósito era camuflarlo ante los ataques aéreos de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Lo cruzamos y remontamos Wandsworth Bridge Road, en la que se suceden las tiendas de muebles, muchos de los cuales se disponen en la acera, hasta Parsons Green, en cuyo centro se encuentra el parque homónimo. No es el más grande del barrio -Elm Brook Common, a muy poca distancia, lo supera ampliamente-, pero sí el de más encanto. El nombre del parque -y, por extensión, de la comunidad- proviene de la casa del párroco que había en este lugar hasta mediados del siglo XIX: debía de ser un párroco muy popular. O quizá se ha mantenido aquí también, como sucede en España, la tradición pueblerina de conservar los apodos o denominaciones antiguas para designar a realidades de hoy. En el pueblo de mi madre, por ejemplo, toda nuestra familia pertenece a casa Cirilo, siendo Cirilo un caballero remoto -mi madre cree que era su tatarabuelo- que nos bautizó a todos merced a alguna obra o comportamiento singular; quizá, en un lugar tan agrícola como Chalamera, recoger doscientos melones en una mañana o, más probablemente, apalear al cura de la localidad. Lo cierto es que Parsons Green conserva todavía un espíritu de pueblo, como, por otra parte, tantos otros barrios de Londres, que es una ciudad acumulativa, que ha ido fagocitando localidades aledañas e integrándolas, sin orden ni concierto, en su seno omnívoro. En el cogollo del lugar, compramos albaricoques -españoles- en una tienda de fruta y curioseamos en una charity shop, de la organización Save the Children, que atiende una señora española. Ángeles encuentra un mortero de piedra fantástico por diez libras. En España, me dice, le pedirían 60 o 70 euros. Yo, en cambio, no doy con ningún libro interesante. A la salida de la tienda, nos tumbamos en la hierba del parque que da nombre al barrio, nos comemos los albaricoques y seguimos viendo pasar aviones. A nuestro lado duerme un skater con la cabeza encapuchada apoyada en el patín. Estamos molidos del paseo, que se ha sumado a una mañana de spinning y remo. Nos arropa el calor, morigerado por una brisa fresca. La hierba despide un olor tenue y agraz. Estoy a punto de dormirme, como el skater, pero Ángeles me recuerda que nos queda un largo camino a casa. Y lo emprendemos cuando la tarde empieza a declinar y el sol, cansado como nosotros, se reclina en unas nubes rezagadas.
Me gusta como escribe. He tenido la suerte de vivir unos años en Londres y sin duda que reconozco los lugares cuando leo sus textos. Me gusta la manera que tiene de entremezclar retazos de historia con la realidad sencilla y clara.
ResponderEliminarGracias, anónimo.
EliminarUn saludo cordial.