viernes, 2 de mayo de 2014

El viejo jardín inglés

A los ingleses les encantan las plantas. No les queda otro remedio: llueve tanto y, en consecuencia, crecen tantas, que, si no les gustasen, su vida sería un agobio. En España, el amor por la vegetación se reduce a las macetas. Uno las planta y riega con afición, les habla, les aplica fungicidas, las poda y vuelve a regar, y confía en que no se mueran. A mí se me mueren siempre, pero eso no obsta para que lo siga intentando, como tantos otros compatriotas macetófilos. En cualquier caso, nuestras plantas subsisten, si es que lo hacen, en nichos de barro, hermosos cuando se disponen en la fachada encalada de un pueblo andaluz, pero, en otras circunstancias, algo tristes y carcelarios; y lo que no son tiestos suele ser un secarral. En Gran Bretaña, la naturaleza ayuda mucho: la provisión de agua es inagotable. No hay apenas casas sin jardín, por pequeño que sea. En muchas, los conservatorios -que no son escuelas de música, sino espacios anexos al edificio principal, con función de terraza o invernadero- contienen fabulosas colecciones botánicas. En cualquier lado brotan matas, setos, arboledas. La jardínería, como en Japón, se ha convertido aquí en un arte, al alcance de cualquiera. Señoras y señores muy aplicados dedican al cuidado de sus plantas las mismas atenciones que dispensarían a un hijo tetrapléjico, y son capaces de hablar de la floración del cenolophium denudatum con el celo y la precisión de un botánico molecular. Parece natural que el ímpetu constante de la flora, favorecido por el clima atlántico, se ordene en parques en las ciudades, en los cuales, a su vez, se esconden rincones deliciosos, jardines o huertos singulares. Cerca de casa tenemos uno, en el propio Battersea Park: es el Old English Garden, el "viejo jardín inglés", que, pese a su nombre, está diseñado con un espíritu muy moderno. Muchos parques londinenses albergan jardines más pequeños, y estos, espacios o microclimas aún más reducidos, en los que se cultivan solo determinadas especies, como en un juego de muñecas rusas. En Battersea hay también una célebre rosaleda, que, cuando llega el buen tiempo, tras la latencia del invierno, parece que va a explotar de rojos y de aromas. El Old English Garden se encontraba, hace siete u ocho años, en un estado de casi completo abandono: rodeado por un murete, la vegetación se había vuelto circunspecta y desaliñada. Entonces fue objeto de una restauración completa, que le devolvió su antiguo esplendor. Los buenos jardines han de combinar el crecimiento y la pausa, el orden y la exuberancia, aunque esto, como casi todo, es cuestión de gustos: los franceses, por ejemplo, menos románticos, se han decantado históricamente por una jardinería geométrica, sin apenas margen para la imaginación. El Old English Garden de Battersea, en cambio, luce un descontrol controlado, una espesura que, con ser abundante, no ahoga. Hoy lo visitamos bajo una lluvia sosegada pero inmisericorde. Estamos solos. Las trepadoras todavía no han escalado los espaldares, pero los arriates están crecidos como hogueras. Hay cardos -el cirsium rivulare atropurpureum, una flor muy apreciada aquí, además de ser el símbolo de Escocia, aunque quizá decaiga en estimación si la región se independiza; nada que ver con nuestros cardos borriqueros-, salvias, geranios, brotes de espliego y varias modalidades de rosa, como la Cardenal Richelieu o la Charles de Mills. En el centro, un hermoso reloj de sol, de hierro, y, un poco más allá, un breve estanque, presidido por una urna de piedra, de la que brota el agua. En la piscina no hay peces -esos peces naranjas que nadan en cualquier charca artificial de nuestra ciudades- ni monedas: aquí no ha llegado todavía la pasión hidronumismática que genera una reacción pavloviana en España: estanque que se ve, moneda que se tira. (Yo las monedas solo las he tirado, de niño, a una rana, también de metal, con una boca abierta muy grande, y siempre con la pretensión de recuperarlas). Pienso en lo agradable que será venirse aquí, cuando no llueva, con un libro, sentarse en uno de los bancos de madera que jalonan los caminitos de jardín, y leer toda la tarde, con un termo de té, al rumor de la fuente y, a lo sumo, los gritos lejanos de algunos niños que juegan. Hoy, simplemente, vemos caer una lluvia fina, que tiende en los setos y los castaños un cendal transparente, y que nos reboza a nosotros de una melancólica felicidad. Gracias a la lluvia, las cosas huelen con una intensidad lacerante, y nosotros sentimos el peso de un mundo gris, pero iluminado por una luz polilobulada, por una claridad que tiene raíces y pétalos.

1 comentario:

  1. Excelente artículo..!! Bendiciones abundantes y Gloria a Dios por su Don..!! A través de sus palabras, se experimenta la intangibilidad de lo tangible..!!

    ResponderEliminar