Hoy vamos al banco. Los bancos son una institución curiosa: cogen tu dinero para prestárselo a otro, y no te dan nada a cambio; pero si cogen el dinero de otro y te lo prestan a ti, te cobran un congo. Y si, en el camino, pierden el dinero, no pasa nada: el Estado te cogerá más para dárselo al banco, sin pagarte -de nuevo- nada por ello. Parece un buen negocio. El banco al que vamos es nuestro banco en Inglaterra, el HSBC, que es el acrónimo de Hong Kong and Shangai Banking Corporation. No es moco de pavo: fue la primera entidad prestadora de servicios bancarios y financieros en el mundo en 2008, y sigue siendo la segunda mayor empresa del mundo en acciones. Como su nombre indica, sus orígenes están en Asia. Lo fundó un escocés muy emprendedor, Thomas Sutherland, en 1865, con el muy comprensible propósito de administrar los generosos beneficios que reportaba el tráfico de opio, como consecuencia de las Guerras del Opio en China. Esta relación de simpatía con todos los tráficos inconfesables del mundo ha perdurado hasta hoy: según un reciente informe del Senado de los Estados Unidos, el HSBC ha lavado dinero de los cárteles mexicanos y de otras organizaciones criminales de Rusia, Irán, Arabia Saudí y Bangladesh; y una de sus filiales, el banco Al Rajhi, permitió que dispusieran de dinero dos de los terroristas del 11-S. Pero no queremos pensar en ello. Al fin y al cabo, ¿quién no ha cometido algún pequeño desliz, algún error sin importancia? Además, hoy bastante tenemos ya con lo nuestro, porque venimos para uno de los trámites más desagradables de la vida de adulto: suscribir un seguro de vida; el otro es hacer testamento. Llegamos a la sucursal, a cuya entrada ondea una enorme bandera hexagonal (que es indicio de la nacionalidad del fundador: se inspira en la cruz de San Andrés de la bandera escocesa), y nos sobrecoge la pulcritud del lugar. Nada que ver con las colas malhumoradas que se forman en las ventanillas de los bancos españoles, ni con los carteles escritos a manos, o mecanografiados con faltas de ortografía, que se enganchan con celo en las paredes, ni con los trabajadores marmóreos o enfurecidos que atienden a los desventurados clientes, ni con los gritos descoyuntados que algunos de estos profieren cuando comprueban la comisión que el banco le ha cobrado por, digamos, devolver un recibo. Aquí todo está limpio, todo es funcional, todo rezuma tecnología: las entrañables ventanillas han sido sustituidas por ordenadores, en los que los clientes pueden hacer directamente sus operaciones. Parece una nave espacial. Al entrar, nos recibe una dama muy uniformada: la recepción no es un mostrador, sino un atril: así los trabajadores están más atentos y, además, la empresa les hace un favor: estar sentado muchas horas es malísimo para la salud. Le decimos que tenemos una cita para que nos informen sobre seguros de vida, y nos acompaña al piso inferior. Por el camino, nos pregunta si queremos algo de beber. Yo me muero de sed, pero, absurdamente, me da vergüenza pedir nada. Le decimos que estamos fine, muchas gracias, sin dejar de caminar. En las escaleras, nos cruzamos con otros empleados de la entidad, tan uniformados como nuestra cicerone: los varones visten hasta chaleco. Aquí todo sucede en silencio, como envuelto en una molicie ultraterrena; aquí todo es eficaz, deslizante, pulquérrimo: los pasillos de la sucursal parecen los de la nave de 2001: Una odisea en el espacio, aunque, a Dios gracias, sin sus psicodélicos sillones. Cuando llegamos al sótano, nos hacen esperar en un rincón. En un enorme televisor están dando las noticias: al parecer, el príncipe Carlos ha comparado a Putin con Hitler, a causa del conflicto en Ucrania. Con cuánta facilidad -es decir, con cuánta banalidad- compara la gente, en España y aquí, a los demás con los nazis. Al menos, no ha dicho que su familia sea una telenovela o que habría que prohibir los McDonalds, como en otras ocasiones. Tras una corta espera, una asesora nos llama a su despacho, y ahí descubrimos la primera traza de presencia humana real en el lugar: huele a sudor. Será, pienso, uno de esos cubículos de atención al público por el que pasa una porción de gente al cabo del día. A su ocupante, en cambio, no parece preocuparle. Nos entrega una tarjeta, donde averiguamos que se llama Vilma. Su nombre y su acento revelan que no es inglesa: es de Lituania. Vilma nos vuelve a preguntar si queremos algo de beber, y esta vez decidimos aceptar la oferta: pedimos agua. Pero, en lugar de una botella de Evián o de algún exótico manantial islandés, Vilma vuelve con sendos vasos de plástico con agua del grifo. Si el servicio que nos van a prestar, pienso otra vez, es de la misma calidad que el refrigerio, estamos aviados. La asesora nos entrega, a modo de prólogo, un documento muy importante, en el que consta que hemos solicitado información sobre los seguros de vida, y que nos la van a proporcionar, sin cobrarnos por ello. Es, en verdad, un documento trascendental, que utilizo para poner debajo del vaso de agua de plástico: no quiero mojarle la mesa a Vilma. A ella, en cambio, el gesto parece disgustarle. Hemos comprobado que los británicos son insultantemente explícitos en el establecimiento de las reglas del juego: en todas partes te aclaran, antes de iniciar cualquier operación, por qué normas va a regirse esa operación. Si uno las acepta (y casi nunca hay más remedio que aceptarlas), nada podrá apartarse de ellas: sus previsiones serán ineludibles y sagradas, y nada que uno alegue, ninguna circunstancia excepcional o borrosa, podrá alterar su inflexible imperio. Es, seguramente, una forma muy clara de regular las relaciones entre organizaciones y personas, pero también se me antoja maquinal e insensible, ciega a las razones de la excepción y la equidad. La sesión con Vilma discurre con normalidad: ella nos pregunta por las circunstancias económicas de la familia, y nosotros respondemos lo mejor que sabemos. Luego nos informa de las diferentes modalidades de protección: en caso de muerte, de enfermedad incapacitante o de minusvalía definitiva, de ceguera o de pérdida de miembro principal. La previsión de estos hechos nos hace sentir eufóricos, pero esta euforia no nos impide detectar un error clamoroso en las operaciones matemáticas que Vilma ha hecho ante nuestros ojos: al señalárselo, se pone colorada, y lo entiendo: que una mortgage and protection manager de nada menos que el HSBC se equivoque puerilmente en una multiplicación, es para avergonzar a cualquiera. Su cabeza fulge entonces intensamente: el rojo de la piel, el amarillo del pelo y el rictus de la cara se combinan con estridencia para formar un remedo de la bandera de Bután. Explicado todo y aclarado todo, quedamos para un nuevo encuentro, cuando hayamos decidido qué tipo de seguro preferimos. Cuando llegamos a la planta superior, ha entrado una pareja de australianos: él parece Cocodrilo Dundee con setenta años. Salimos a la calle y, volviendo a casa, leo en El País que la Unión Europea acusa al HSBC, y a otros bancos, de manipular el euríbor durante años. El HSBC sí que sabe mantener las tradiciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario