Ángeles me anuncia que la han invitado a una sesión de estilismo en la tienda de Bimba y Lola en King's Road, y me propone que vayamos juntos. Acudir a una sesión de estilismo se me hace tan esotérico como acudir a una de espiritismo (de hecho, no estoy seguro de que no sean lo mismo), pero, cuando puntualiza que habrá cava y canapés, mi indiferencia se transforma en curiosidad. La tarde acordada cruzo Battersea Park y distingo, en medio de la pradera, hincada en la hierba, una bandera española. Se conoce que esta va a ser una velada muy hispana. La enseña, cuyos colores incendian el tapete esmeralda del parque, flamea en un puesto de paellas. Cuatro grandes sartenes contienen todavía una buena cantidad de arroz, y varios carteles incitan a los transeúntes a probarlo, por un módico precio: una tapa, una libra y media. Alrededor del chiringo hay seis o siete personas personas en sillas de jardín. No alcanzo a oír el idioma en que hablan, pero todas tienen aspecto de ser de Guadalajara. Sin embargo, no me detengo. Las viandas de Bimba y Lola me aguardan, y son gratis. Cuando llegamos a la tienda, descubrimos en qué consiste el asunto: las clientas se prueban ropa, y una estilista muy afamada -aunque nadie en el local sabe cómo se llama- les dice si les sienta bien o parecen astronautas. La estilista, inglesa, está aburrida. Se mueve despacio entre los asistentes, y no habla. Viste un conjunto de chaqueta y falda a cuadros blancos y rojos bastante tradicional, a mi modo de ver: yo me esperaba algo más rompedor. Tampoco el peinado deslumbra. El resto de la concurrencia lo integran las dependientas -todas españolas, menos una indígena- y las clientas -todas indígenas, menos una española-, que se mueven entre las prendas de vestir y los complementos -bolsos, cinturones, piezas de bisutería- con un extraño nerviosismo, como atacadas por alguna urgencia o picazón. Todas son mujeres: yo soy el único hombre entre el público. Y eso, que podría resultar envidiable en muchas otras circunstancias, me resulta ahora incómodo. Me recojo en un rincón, mientras Ángeles, con desenvoltura de clienta habitual, investiga zapatos y sopesa pulseras. Desde mi esquina, aprecio las formas privilegiadas de algunas parroquianas. Una, en concreto, viste unos pantalones grises tan ajustados que se le notan los latidos del corazón, y que desembocan en unos pies desnudos, apenas sujetos por unos zapatos negros de tiras como hilo dental, y cuyos tacones se elevan medio palmo del suelo. La desnudez de los pies estalla donde acaba la tela, y uno es más consciente de esa desnudez que si la mujer anduviera desnuda o descalza. Acaso para distraerme de esa visión perturbadora, Ángeles me acerca una copa de cava. Para mi desconsuelo, no hay canapés, ni siquiera ganchitos. Reparo en la marca del champán: Ubalda, elaborado por Oriol Rosell, un caldo catalán seco y almendrado, de burbuja tenaz. La mía ha sido una de las últimas copas servidas, y la botella la repone un varón: estaba escondido en un probador. Es mulato, y el pelo naturalmente rizado le nimba un cráneo enjuto: parece una palmera. Retirado de nuevo a su rincón, entra otro hombre, aunque no estoy muy seguro de su naturaleza real: es también negroide, lleva un chaleco de borreguillo y un casquete ferroviario, y calza unos zapatos indefinidos, que podrían ser unas botas de obrero metalúrgico, pero también unas zapatillas de ballet. Husmea un rato en los estantes, y sale de la tienda con el mismo meneo con que ha entrado. Por fin, dado que Ángeles no ha encontrado nada sobre lo que le pueda pedir el parecer a la estilista, que ahora parece más aburrida que nunca, también nosotros decidimos marcharnos. Nuestra siguiente parada es el pub, donde los compañeros de Ángeles se reúnen algunas veces al salir del trabajo. Cuando nos sumamos a su mesa, advierto en el grupo tanta dicharachería como en un museo de arqueología, aunque no puede decirse que ello solo se deba a los ingleses: en el corro hay un griego -Spiros, al que Ángeles se empeña en llamar Stavros-, dos indios, una escocesa y un chino de Brunei, además de nosotros, españoles; por si fuera poco, todos beben abundante cerveza. Pero tengo ya comprobado que el muermo británico afecta a todos por igual, una vez instalados en suelo inglés, sujetos a sus normas sin quiebra imaginable y acomodados a su espíritu ascético. Comparo mentalmente este encuentro de marmolillos peatonales con las juergas vividas hace pocos días en Madrid, incluso entre gente a la que acababa de conocer, y me pasma la diferencia abismal. El chino de Brunei se llama Carl, como si fuera austríaco, y es oncólogo. Desciende de taiwaneses emigrados a la península malaya y, cuando nos interesamos la situación de su país, lamenta que el Estado, oficialmente musulmán, esté promoviendo la aprobación de leyes de inspiración islámica que pretende aplicar a toda la población. Él, desde luego, tiene poco de mahometano: se está atizando un gin-tónic king size que a mí me dejaría tieso. Le preguntamos si el sultán de Brunei sigue siendo el hombre más rico del mundo, y nos responde que no: ahora es solo el rey más rico del mundo, con una fortuna personal cifrada en 16.000 millones de euros. El sultán tiene quince nombres, diecisiete hijos, 5.000 coches deportivos y nueve aeronaves -entre ellas, un Boeing 747-, y, según la Constitución de Brunei, no puede equivocarse nunca, ni como persona ni como soberano. Es, pues, más infalible que el Papa, y su palacio, con 1.800 habitaciones y 290 cuartos de baño, es también más grande que la Ciudad del Vaticano. Cantadas las dudosas excelencias del monarca, Carl apura el gin-tónic, se despide muy educadamente y vuelve al hospital, a diagnosticar cánceres. Nosotros nos vamos poco después. Yo, lo confieso, estoy un poco empachado de estilismos y multimillonarios. Habría preferido echar unas risas con los colegas.
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