El UKIP, el Partido de la Independencia del Reino Unido, es la formación ultraconservadora -y, en algunos aspectos, filofascista- de las Islas Británicas. El Reino Unido tiene su propia tradición fascista, cuyo mejor ejemplo es la Unión Británica de Fascistas, fundada en los años 30 por sir Oswald Mosley, y con la que ha coqueteado hasta un rey, Eduardo VIII, que no solo admiraba a Wallis Simpson, sino también a Adolf Hitler. El UKIP no abomina de la democracia, como sus predecesores totalitarios, pero, bajo el disfraz del rito electoral, mantiene un discurso en el que la exaltación de la violencia física y el principio jerárquico de organización social se han transformado en un populismo que execra al extranjero y encadena a los pobres a su pobreza. El UKIP se caracteriza, asimismo, por detestar a la Unión Europea y por abogar por que el Reino Unido la abandone. La UE es el epítome de todas las maldades y, cada cierto tiempo, el UKIP pide que se celebre un referéndum para que la población se pronuncie sobre la salida de la Unión. Ahora mismo, en la campaña electoral de las inminentes elecciones europeas, el principal cartel del Partido dibuja una enorme bandera británica, a la que un círculo central de fuego va consumiendo, y en la que, donde ya no queda Union Jack, asoman las estrellas de la Comunidad. Sobre una composición tan sutil se imprime la leyenda: "¿Quíén gobierna de verdad a este país?". No extraña esta voluntad autárquica, que es uno de los rasgos singulares de la cultura política británica. Resulta antológico aquel titular de The Times de los años 30, cuando un terrible temporal cortó todas las comunicaciones entre las Islas Británicas y Europa: "El continente, aislado", tituló el rotativo de Londres. Pero algo así no ha de escandalizar. Todos los países tienen sus características consustanciales: en los Estados Unidos, la mayoría de la población apoya el derecho a portar armas y la pena de muerte, y considera al Estado algo innecesario y hasta perjudicial para el óptimo ejercicio de las libertades individuales; los portugueses se definen por no ser españoles; y los españoles, además de odiar a los franceses, consideramos tan sagrada la unidad de la patria como los catalanes la unidad de la lengua o los israelíes el derecho de cualquier judío, así sea un narcotraficante ruso o un ultraortodoxo antisocial, a establecerse en Sión. El lider del UKIP es un señor llamado Nigel Farage, a quien siempre veo, en los informativos sobre la campaña electoral, en los lugares que definen el espíritu y la cultura británicos: en el pub, asestándose buenas pintas de cerveza negra; en las carreras de caballos, acariciando a algún purasangre cuellilargo del que penden escarapelas; o en el campo de críquet, gozando de las pulquérrimas evoluciones de los gladiadores del turf. Estoy seguro de que, si no se hubiera prohibido la caza del zorro, allí estaría también el bueno de Farage, dando palmaditas a los sabuesos y paseándose por los bosques con una escopeta de dos cañones entre los brazos. Últimamente, no obstante, sus apariciones son menos campestres: ha de multiplicarse en cadenas de radio y estudios de televisión para matizar o justificar sus propias manifestaciones, o las de miembros de su partido, contrarias a los rumanos, o a los homosexuales, o a las mujeres, entre muchos otros destinatarios de su inquina. Hay que entenderlo: no es difícil que el subsconsciente te traicione cuando estás íntimamente convencido de que todos los rumanos son primos hermanos de Ceaucescu, o de que los homosexuales son unos depravados y unos malnacidos, y te ponen un micrófono delante. Algo así le puede pasar a cualquier. A Miguel Arias Cañete, por ejemplo, que, luego de un debate en el que demostró no ser Winston Churchill, explicó la verdadera razón de su medianía: había sido comedido, porque, de haber aplastado intelectualmente a su rival, una mujer, como podría haber hecho en cualquier momento, lo habrían tildado de machista. Arias Cañete, hombre coherente y rétor fino, como casi todos sus correligionarios populares, se revelaba machista argumentando que no lo era. Pero, de nuevo, es que los convencimientos que llevamos debajo de la piel -como que los británicos son superiores a los rumanos (y, en general, a todos los ciudadanos del este y del sur), o los machos a los maricas, o los hombres a las mujeres- acaban siempre imprimiéndose en la piel, y entonces se descubren como tatuajes, horribles e imborrables. Ayer vi a Farage en la BBC, entrevistado por el gran Jeremy Paxman. El político lleva unas semanas muy ocupado intentando explicar unas declaraciones suyas en las que había afirmado que se sentiría preocupado si una familia de rumanos se estableciera al lado de su casa, aderezadas con algunos datos falsos, como que los rumanos cometen el 7% de los delitos en Europa, cuando, según la Europol, solo es cierto que el 7% de las redes criminales en Europa están integradas por ciudadanos rumanos, lo cual es muy diferente (ay, el subsconsciente, siempre ansioso por encontrar argumentos científicos que avalen nuestras miserias). Hombre, para mí sería un honor que mis vecinos fueran Emil Cioran, o Eugen Ionesco, o Mircea Eliade, y hasta Johnny Weissmuller, que nació cerca de Timisoara. Pero, aunque no fueran ellos, tampoco supondría ningún problema. Solo lo sería, como con británicos y españoles, como con cualquier nacionalidad de la Tierra, si tirara la basura en mi jardín, escuchara a Raphael a todo volumen o traficara con cocaína a la puerta de mi casa. Curiosamente, Farage es descendiente de hugonotes franceses, tiene un bisabuelo alemán y está casado también con una alemana, a la que conoció en sus tiempos de eurodiputado: su experiencia en la Unión no ha sido, pues, tan infructuosa. También curiosamente, Farage ha empleado de secretaria a su mujer, con dinero público. Cuando se le reprochó el nepotismo, y que hiciera en su vida privada lo contrario de lo que predicaba en su vida pública, contestó, sin que se le moviera una ceja: "Nadie más podía hacer ese trabajo". Farage, desde luego, no está solo expeliendo disparates: otro dirigente del UKIP, Roger Helmer, ha manifestado que la homosexualidad es "visceralmente repulsiva", pero Farage, el gran conducator, lo ha disculpado diciendo que es una persona mayor y muy católica (ah, el catolicismo...), y que hay que entender que los de su generación se educaron en el rechazo a lo gay: ser gay estaba mal, y no hay más que hablar. En realidad, nada de todo esto supone ninguna novedad, ni tiene por qué generar la repulsa escandalizada de nadie: es la expresión habitual del miedo, exacerbado en épocas de crisis, aunque disimulado por la necesidad de preservar el ceremonial democrático. La gente más temerosa es, a mis ojos, la que parece, en sus opiniones, la más arrojada, la más taxativa. El terror a que se derrumben las certidumbres, fatigosamente elaboradas, con las que apuntalan su vida, les lleva a una afirmación imperiosa de sus creencias. El miedo a descubrir que el mundo puede ser de otra manera, acaso mejor, y que ello supondría su desorientación existencial, la pérdida de sus seguridades terrenas y hasta metafísicas, los paraliza, y el resulta de esa paralización es, paradójicamente, la agitación feroz de sus prejuicios. El miedo es libre, universal y muy humano. En Gran Bretaña hay, no obstante, una ventaja: este miedo (al otro, a lo ajeno, a lo distinto, a lo que nos confunde) se concentra en una formación política minioritaria, el UKIP, diferente de la que agrupa a los conservadores moderados. En España, en cambio, está diluido, aunque muy presente, en todo el espectro de la derecha, representado por el Partido Popular. Si uno de sus méritos ha sido, desde los tiempos del indescriptible Fraga Iribarne, integrar en sus filas, para la causa de la democracia, a todos los acólitos del fascismo, en el pecado lleva la penitencia: hoy no sabemos si Rajoy es Farage, o si lo es Mayor Oreja cuando afirma que el franquismo fue una época de extraordinaria apacibilidad, que no ve razones para condenar, Wert cuando proclama en las Cortes que hay que españolizar a los niños catalanes, Ruiz Gallardón cuando obliga a malformados y a padres de malformados a sufrir su malformación, de por vida, con resignación cristiana, o aquel dirigente canario, de cuyo nombre no quiero acordarme, que amenazaba con dar una hostia a quien le hiciera un escrache. Por suerte, algunos han clarificado la situación: don Alejo Vidal-Quadras, por ejemplo, reputadísimo pensador y hombre de paz, se ha establecido por su cuenta en el muy liberal partido Vox, que se suma a otros, como Europa 2000 o Democracia Nacional, igualmente amantes de la tolerancia y el diálogo.
Cuando el político se mete en un jardín peliagudo es de los pocos momentos en que podemos confiar en su sinceridad. Cañete, con su frustrada exculpación, se delató como el machista visceral que es y, por lo tanto, sincero e inocente: incapaz de entender que nadie aborde el asunto de acuerdo con sus mismos prejuicios. Ya nunca se librará del remoquete de Homo cañetus.
ResponderEliminarY los líderes del UKIP, esos campeones, se delatan un día sí y otro también en sus palabras y en sus actos. El mismo Helmer atacó el otro día a un ciudadano que le había preguntado por sus gastos y tuvieron que separarlos, ¡con el agravante de que el agredido solo tenía un brazo! Una forma expeditiva de demostrarles a los votantes firmeza de carácter, a la par que sutil de solicitar su voto. Esto sucedió un día después de que un ayudante de Farage se encontrara a unos ciudadanos que se manifestaban contrarios al UKIP mientras sus militantes repartían folletos; ni corto ni perezoso, los mandó textualmente a tomar por el culo. Por su parte, la asesora de prensa del UKIP (una experta en las sutilezas de la comunicación, se entiende) llamó "gorda" a una adversaria y remató la actuación haciéndole una higa. Al parecer, este partido cree que para defender la xenofobia, la homofobia y el resto de sus fobias (a las críticas y a las mujeres con sobrepeso, por ejemplo) y conseguir el voto de algunos ciudadanos es necesario agredir a otros ciudadanos. Sorprendentemente, algunos sondeos dan al UKIP vencedor de estos comicios. Mañana lo sabremos.
Como en el fondo son unos blandos, existe un grupo escindido del UKIP, el partido An Independence From Europe, que considera a Farage y su UKIP poco menos que unos vendidos a Bruselas. En la octavilla que buzonean ofrecen cuatro lemas: "reclamar nuestra soberanía"; "mantener el dinero de nuestros contribuyentes en el Reino Unido", "detener la inmigración" y "recobrar nuestro comercio internacional". Los lemas se traducen en la letra pequeña en lo siguiente (resumo): nos molesta que se dicten normas que nos afectan fuera de nuestro país; si no compartimos nuestros impuestos con Europa tendremos más empleo y mejores servicios; los de fuera nos quitan el trabajo; y la independencia será mucho más beneficiosa que confundirnos con toda esa gentuza de fuera a la hora de vender nuestros productos.
Curiosamente, en la circunscripción sureste de Inglaterra, que es en la que podría votar yo si no prefiriera votar en España, la candidata de esta tribu de australopitecos modernos es la eurodiputada neerlandesa Laurence Stassen, del Partido de la Libertad (PVV) de Geert Wilders, una mujer tan hermosa como oportunista que se beneficia así del ordenamiento jurídico transnacional y de las instituciones que su partido dice querer destruir. Al PVV holandés también le espera un buen resultado electoral, gracias a su cóctel de antiislamismo y euroescepticismo.
[continúa]
[¡Lo he tenido que dividir en dos para que Google lo admita!]
ResponderEliminarSe trata del mismo nacionalismo insolidario y excluyente cuyas proclamas hemos leído todos los días de nuestras vidas en las portadas de los periódicos españoles; solo que los equivalentes españoles de Farage y Wilders, debido a los complejos democráticos del posfranquismo, siempre han conservado una vitola de progresismo que va en contra de toda lógica, pese a que en algunos casos defendieron sus ideas ya no a bofetadas, como Helmer, sino incluso con bombas. El nacionalismo es eso: exclusión, miedo/odio a lo distinto, recetas simples para problemas complejos, oportunismo en el aprovechamiento de las ventajas del sistema, ensalzamiento de lo irracional, violencia explícita o implícita, populismo. Es mentir, en puridad, y además estorbar los legítimos intereses de los ciudadanos que a mí me parecen verdaderamente progresistas: los de avanzar en la integración y en la protección de los derechos individuales de todos -vengamos de donde vengamos, pensemos lo que pensemos y pesemos lo que pesemos-, que solo una Europa unida y fuerte podrá garantizar.
Hala, todo lo que he largado. Ahora me voy a ponerlo en un folio y mañana lo publico en el periódico ;-)
Caramba, Juan, esto no es un comentario: es una conferencia.
EliminarAbrazos asombrados.
Le dijo la sartén al cazo :D
EliminarYa, pero es que lo mío era la entrada del día en el blog. Comentarios que excedan a lo comentado solo los hacéis Santo Tomás de Aquino y tú.
ResponderEliminarMás besotes.