martes, 13 de mayo de 2014

Insomnio

El sueño repara nuestro cerebro y, sobre todo, nos repara de nosotros mismos. Qué alivio dejar de ser yo. Qué alivio olvidarse de las mezquindades, de las naderías que nos constituyen. Y qué alivio, también, que las cosas dejen de existir: que no nos opriman con su cólera inmóvil. El sueño interrumpe la continuidad de la conciencia y del mundo, que es insoportable. No dejar de pensar, no dejar de ser: qué horror. Sé que el cerebro nunca descansa -en el sueño se consume casi tanta energía como en la vigilia-, pero me basta con que que actúe por su cuenta, sin que yo tenga que autorizarlo ni decidir el sentido de sus vagabundeos. Aunque tenga pesadillas, sigo siendo afortunado. El insomnio acaba con la feliz ausencia del yo. Whitman escribió el Canto de mí mismo; yo, hoy, compondría el Abandono de mí mismo o el Canto del no yo. El insomnio se impone como un cortocircuito mental, pero un cortocircuito que, en lugar de apagar la luz, la mantiene encendida. Una blancura tenebrosa se extiende ante los ojos, o dentro de los ojos, y todas las cosas se sumen en esa lechosidad con aguijones. El tiempo se hace entonces pétreo: conseguimos la maravilla de que no transcurra, pero eso, asombrosamente, no nos alegra. Todo cobra una presencia gelatinosa; también nuestra carne; también el pensamiento con el que advertimos que nuestra carne no ha desaparecido. Los objetos se funden en una pasta espectral, pero siguen siendo objetos: siguen pesando en la percepción, o pesando de otra manera: como si fueran inevitables, como si constituyeran la lápida de nuestra tumba. El insomnio hace que todo se diluya, pero que sea aún más radicalmente que antes. El yo se diluye también, pero se endurece; y es agrio, como si hubiese fermentado en la molicie sepulcral de las sábanas. Al insomne le bailan las pestañas y se le aturulla el bazo. El descanso del insomne es un sosiego agónico. La claridad que, con el paso de las horas, o con su no pasar, se insinúa en el aire, es indiscernible de la claridad que ha apuñalado los párpados durante la noche. Ambas forman una unidad lacerante, que nos devolverá a una conciencia irreductible al letargo: infundirá una sobredosis de lucidez, aunque embargada por el sueño no habido. Viviremos el día que se anuncia en la frontera de lo que no ha dejado de ser y de lo que no ha acabado de extinguirse: un infierno liminar, que reunirá lo más erizado del sentir y lo más áspero de la inteligencia. Seremos unos autómatas sin cesura, unos almas sin extinción, unos monstruos por ser siempre monstruos, por ser siempre nosotros. Pero, hasta que ese momento llegue, seguiremos entreviendo, en la penumbra, los perfiles incesantes, las realidades odiadas, y seguiremos sabiendo que si no acaban nunca y si son odiosas, es porque no conseguimos liberarnos de ellas, ni de la suciedad que vemos reflejada en su azogue oscuro.

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