Salgo a la hora de comer, es decir, a eso del mediodía, para despedir, con Ángeles y un grupo de compañeros suyos del hospital, a una médica que vuelve a su país: Caterina, una italiana bellísima. No podía faltar a la cita. Cruzo Battersea Park, y me deslumbra otra belleza: la del propio parque, que ahora, en primavera, estalla de verdes, y cuyos árboles centenarios parecen milenarios. Matas de espliego crecen por todas partes, y todavía brillan las estrellas de los narcisos entre los setos y las cortezas de los arces. El dosel de los árboles es tan espeso, que uno parece que atraviese un túnel, pero, al salir a alguna de las muchas praderas que esponjan el parque, la luz irrumpe con una plenitud ilimitada: el azul del cielo, inflamado por el sol, desagua una claridad violenta. Mientras me dirijo al hospital, me cruzo con una familia de judíos ortodoxos. En Londres no se ven tantos como en Nueva York, pero algunos se encuentran en las calles. Su atavío es el común: el padre, con sombrero negro de ala ancha, rizos cigomáticos y fajín blanco de colgaduras tan pendulonas como sus bucles; los hijos, como el padre, pero sin su apostura directriz, con kipás breves y sonrisas bulliciosas; la madre, en fin, con ese aire de excursionista vagamente hippy que tienen todas: falda amplia, ropa de punto grueso, zapatos achirucados y un gorro de lana por moño. Siempre me ha llamado la atención la necesidad que comparten los creyentes de casi todas las confesiones -desde las monjas católicas a los lamas tibetanos- de vocear su fe con la forma de vestir: se trata de que el universo mundo sepa que pertenecen a una determinada congregación, que abrazan un determinado conjunto de preceptos, que les ampara una determinada milicia. Yo nunca he sentido esa necesidad, y, si la sintiera, tampoco sabría qué ponerme: ¿con qué se viste un ateo para proclamar ante todos que es ateo? ¿Saldría a la calle envuelto en una bandera de Albania, el único país de la historia que ha hecho del ateísmo su religión oficial? Continúo caminando, y por el sendero que sigo me cruzo ahora con una nanny que pasea a una niña. La cría, monísima, se ha sentado en el suelo y está destripando, con esa concienzuda meticulosidad de los más pequeños, un ramillete de flores. La cuidadora le grita: Don't broken it! Don't broken it! (sic), y yo pienso: um, qué inglés sobresaliente. ¿De qué país habrá venido? Algunos metros más allá, llega otra nanny con su correspondiente criatura (esta, en un coche, sin intenciones aparentes de destrozar nada) y le grita a la primera: "¡María! Yo me voy pa' casa. Venga, 'ta luego", con inconfundible acento de Leganés. Lo de las nannies españolas está siendo ahora un boom en este país, porque la del hijo de los duques de Cambridge -es decir, un futuro rey de Inglaterra, aunque muy futuro, teniendo en cuenta que su bisabuela casi nonagenaria sigue ejerciendo el trono con admirable abnegación- lo es, y todo lo que los duques hacen o favorecen, se convierte aquí en trending topic y pauta de moda para mucha gente. No sé si sentir algo de orgullo patrio por la confianza que la casa real británica, y el país en general, depositan en las canguros hispanas; lo que sí siento es una notable preocupación por su inglés (y por su castellano). Llego por fin al hospital donde he de encontrarme con el resto de participantes en la fiesta de despedida. El vestíbulo está casi totalmente ocupado por una familia musulmana, cuyas mujeres van tapadas, de riguroso negro, de la cabeza a los pies. Los hombres, en cambio, lucen tejanos muy modernos y se mueven con gran desenvoltura. El aspecto de las féminas es funeral: si empuñaran una guadaña y cabalgaran el esqueleto de un caballo, representarían a la muerte mejor que en un cuadro de Brueghel. Me pregunto qué pensarán -mejor, qué sentirán- cuando se crucen con una familia de judíos ortodoxos. En la comida, me siento al lado de una investigadora sueca que trabaja en el laboratorio del hospital. Le pregunto qué investiga, y me responde que una proteína, desde hace veinte años. Empezó a hacerlo en Gotemburgo, donde se formó; luego en Stanford, en California, donde residió cinco años; y desde entonces en Gran Bretaña. La mujer, sin duda, siente pasión por la proteína, y uno nunca sabe a dónde puede llevarle el amor. A mí, por ejemplo, me ha traído a Londres. Por la noche, he de ir a buscar a mi hijo Pablo, que viene de Barcelona a pasar el puente del Primero de Mayo con nosotros. Lo espero en la estación de Victoria, a donde llegan los trenes que conectan la ciudad con el aeropuerto de Gatwick. Sabedor de lo que pueden tardar, me he llevado un libro conmigo: Libros, buquinistas y bibliotecas, un compendio de artículos y ensayos breves de Azorín sobre el mundo del libro, publicado por Fórcola y con edición de Francisco Fuster. Hace mucho tiempo que no leo al "pequeño filósofo", y creo que me gustará: el hecho de que lo haya publicado Javier Jiménez y de que sea fruto del trabajo antológico, en el doble sentido del término, de Paco Fuster, es una garantía. Mientras lo leo, en un vestíbulo enorme que huele a prisa y a zotal, revolotean a mi alrededor los seguidores del Atlético de Madrid, que ha jugado hoy la semifinal de la Liga de Campeones con el Chelsea de Mourinho. No sabría decir si han ganado o han perdido: tiendo a pensar que han salido derrotados, porque no parecen eufóricos. Algunos pasan canturreando; otros se procuran un café de plástico o un bocadillo más plastificado todavía en los pocos puestos que quedan abiertos en la estación; no pocos dormitan en los bancos, o miran con la mirada ebria y perdida. Todos llevan banderas, bufandas o camisetas del Atlético: como los judíos ortodoxos, como las musulmanas, también ellos portan su disfraz. Alguno se fija en mí, pero no repara en que estoy leyendo un libro en español: en los libros no debe de fijarse demasiado esta gente. Creen, supongo, que soy inglés, y yo siento la tentación de sacarlos de su error, preguntándoles si se han clasificado para la final o cualquier otra cosa que revele mi origen. Pero no lo hago: me siento extrañamente alejado, como si poseyera un secreto que no quisiese compartir. Con los grupos de hinchas más ruidosos, me siento como en España, cuando me cruzaba con alguna cuadrilla de hooligans que hubiera venido a jugar contra el Barcelona, pero al revés: ajeno, extraño, otro; solo que estos son los míos. A la una de la madrugada, cierran la estación, aunque todavía han de llegar trenes de Gatwick. Nos empujan, uno a uno, hasta la calle, donde dejan una puerta abierta: todos los viajeros que lleguen saldrán por aquí. Hace frío, nos rodean indigentes que sobreviven a la noche en sacos de dormir indeciblemente mugrientos, y pienso que quizá no sea fácil encontrar un taxi para ir a casa. Por fin distingo a Pablo, cuya cabeza sobresale en el último desembarco de gente. Viene con prisa: la misma que tengo yo por abrazarlo.
Gracias por la parte que me toca, Eduardo. Me alegra saber que ya tienes el ejemplar en casa y, por supuesto, espero y deseo que el resultado de nuestro trabajo esté a la altura de tus expectativas. Para Javier y para mí (e incluso me atrevo a decir que para Azorín) es un lujo tenerte como lector. Un abrazo bibliófilo.
ResponderEliminarUn abrazo también, querido Paco, bibliófilo y de los otros.
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