Esta tarde, Miguel Ángel Muñoz, poeta, crítico de arte y buen amigo, y yo mismo, presentamos José Hierro. Los sentidos de la mirada, un amplio compendio de las críticas de arte y de los ensayos sobre estética que publicó el poeta español a lo largo de varias décadas. El libro lo publicó la editorial Sintesis hace un año y medio, pero las circunstancias no han permitido presentarlo en España hasta ahora. Será en Getafe, en la Fundación Centro de Poesía José Hierro (c/ José Hierro, 7), cuyas actividades culturales coordina otra buena amiga y excelente poeta, Julieta Valero, a las siete y media de la tarde.
Reproduzco a continuación la reseña del libro que publiqué en Letras Libres en febrero de 2013: "Cuando se le acercaba un libro suyo para que lo dedicara, José Hierro (Madrid, 1922-2002), uno de los principales poetas españoles de la segunda mitad del siglo pasado, no escribía palabras, sino que hacía dibujos. A bolígrafo, con pluma, o mojando el dedo en cualquier líquido que tuviera cerca –café o, más probablemente, whisky–, estampaba en las páginas de respeto unos trazos enérgicos pero difusos, proyectando en la imagen la misma conjunción de figurativismo y abstracción que se apreciaba en su poesía: cabía reconocer el objeto esbozado, pero nunca con la suficiente exactitud como para estar seguro de qué representaba, o en qué posición se encontraba, o, en el caso de ser una cara, si reía o lloraba. Prolongaba con ese gesto una convivencia entre las artes que se remonta al célebre ut pictura poiesis de Horacio, y aun antes, hasta Simmias el Rodio, el vate griego del periodo helenístico, inventor del caligrama, ese poema que es también un dibujo. Muchos poetas españoles –Lorca, Alberti, Antonio Fernández Molina, Rafael Santos Torroella, Julio Maruri– han ejercido ambas disciplinas; y muchos otros, en todas las lenguas –Baudelaire, Apollinaire, John Berger, Octavio Paz, Antonio Gamoneda, José Ángel Valente– han escrito páginas luminosas sobre arte o, sistematizando su dedicación, han sido críticos de arte. Así sucedió también con José Hierro, que ejerció la crítica profesional desde 1960 a 1978 en diversos periódicos españoles, como El Alcázar y Nuevo Diario, o en revistas, como Tauta, Batik y Guadalimar, amén de firmar numerosos libros y catálogos sobre pintores. El también poeta y crítico Miguel Ángel Muñoz recoge, por primera vez, una amplia muestra de esta ingente obra ensayística en José Hierro. Los sentidos de la mirada, aunque no especifica los criterios de selección. Como es habitual en los ensayos de Muñoz, el volumen no es una mera recopilación de textos, sino un conjunto de materiales emparentados pero heterogéneos, cuya pretensión última es iluminar desde diversos ángulos el objeto del libro y establecer, de este modo, un diálogo interno, una aproximación poliédrica al asunto que los concita. Por eso encontramos en José Hierro. Los sentidos de la mirada, además de los trabajos seleccionados, una ceñida introducción del antólogo; un poema de Hierro sobre Joan Miró; un amplio aparato visual, que incluye fotografías, dibujos, cuadros, portadas de libros dedicados e imágenes de los artículos publicados; y una interesante conversación con José Hierro, «El poeta, la vida, la memoria», que cierra el volumen. El acopio se beneficia de la amistad que se estableciera entre el antólogo y el antologado, y que ha permitido a aquel moverse en la frondosa producción de este con familiaridad y bienquerencia: se advierte en el libro una cercanía cordial, que no es incompatible con el rigor, muy alejada del envaramiento académico que suele caracterizar a estos trabajos. Muñoz destila simpatía por la obra del madrileño y reconoce que Hierro le «enseñó a ver y a escuchar el arte». José Hierro incorpora su músculo poético a su labor crítica: a la calidad de la mirada suma la enjundia verbal, la incisividad de la sintaxis; una fusión en la que pueden reconocerse los mismos ingredientes que nutren los dos polos de su obra poética: el realismo y la narratividad, el acento social, de los llamados «reportajes», como Quinta del 42, publicado en 1952, y el carácter irracional, casi visionario, de sus «alucinaciones», cuyo mejor ejemplo es, precisamente, Libro de las alucinaciones, de 1964. Como señala con clarividencia el antólogo, Hierro se acercó a la pintura desde la poesía, no desde la crítica, pero nunca pretendió sustituir la crítica como juicio por la crítica como elucubración poética. Nos ahorró, así, el fárrago de la divagación lírica, la brumosa pero asfixiante nadería a la que se entregan los que manejan muchos adjetivos pero pocos conocimientos. Hierro es partidario inflexible de la claridad: «el misterio ha de ser abordado con claridad de expresión». Sus reflexiones, complejas, se desarrollan con nitidez persuasiva, sin juicios abstrusos ni vocabulario esotérico. La posición desde la que emite sus pareceres se explicita, limpiamente, en dos textos prologales, «Criterios de crítica» y «Autocrítica: limitaciones y dificultades», y puede resumirse así: su pretensión no es –no puede ser– desentrañar lo que sea el arte, o la obra que esté analizando, porque ese es un misterio inexplicable, cuya percepción incumbe a cada contemplador, sino describir y contextualizar históricamente los rasgos formales y los temas de ese arte, o de esa obra, y consignar a continuación la impresión, subjetiva, que ha causado en él. Es una aproximación modesta, pero realista e inteligente. Como inteligentes son muchas de las observaciones que nos regala en sus escritos, quizá porque la ironía –a menudo, saludable autoironía– subyace en ellas: «el crítico representa el puente tendido entre el creador y el contemplador. Su misión consiste en entender la obra de arte, las intenciones del artista y traducirlas al lenguaje del profano. El crítico es una criatura servicial y antipática, porque su tarea consiste en evidenciar los defectos del artista y también los del público; es un policía que no debe permitir que el artista se ría del público ni el público del artista», escribe en «El arte como inversión segura». En esta misma línea de contención y lucidez, Hierro no desconoce las relatividades epistemológicas de la contemporaneidad, y subraya algo que olvidamos con frecuencia: que la mirada deforma lo mirado, y que lo que sabemos modifica lo que vemos. Así pues, la conciencia actuante es inseparable de aquello sobre lo que actúa, y no cabe alegar objetividad alguna, ni esgrimir pretensión de certidumbre o universalidad, salvo en ese propio espacio limitado, individual, que solo puede aspirar a establecer algún vínculo intersubjetivo con otros espacios igualmente limitados e individuales. José Hierro. Los sentidos de la mirada alterna los textos sobre autores concretos con otros, más generales, en los que Hierro reflexiona sobre movimientos artísticos, antecedentes históricos, relaciones entre poetas y pintores o incluso circunstancias del mercado del arte. Entre los trabajos que versan sobre artistas singulares, destacan los cuatro que dedica a Pablo Picasso, los tres a Pancho Cossío y Joan Miró, o los dos a Goya y Chillida, aunque casi todos los grandes pintores del siglo XX –desde Tàpies a Klee, desde Man Ray hasta Miquel Barceló– y no pocos de la historia de la pintura –Zurbarán, El Greco, Rembrandt, Solana– reciben atención en el libro. Entre los artículos más teóricos o historiográficos, sobresalen los dedicados al surrealismo, al racionalismo estético, a las mujeres pintoras, al arte como inversión, al paisaje, al retrato –«un retrato pintado es más fiel al retrato que una fotografía»– o a la falsificación. La perspicacia crítica se alía con la amenidad, y no faltan ni anécdotas o boutades que agilizan el discurso –«de los tres mil cuadros pintados por Corot, cuatro mil están en los Estados Unidos», señala en «El coleccionista y el inversor»–, ni la adjetivación sintética e iluminadora, propia de un excelente poeta: el expresionismo, por ejemplo, es un arte que gesticula, y el cubismo, un «arte cuaresmal». Hierro demuestra que el lenguaje visual se puede traducir –o, por lo menos, acomodar– al lenguaje verbal, sin que sufran la inteligibilidad ni la elegancia del resultado, y entrega, por la apta mediación de Miguel Ángel Muñoz, un volumen que pueden leer los especialistas, los profesionales del arte, y, a la vez, los aficionados, los simples admiradores de la pintura, el ensayo y la poesía".
Reproduzco a continuación la reseña del libro que publiqué en Letras Libres en febrero de 2013: "Cuando se le acercaba un libro suyo para que lo dedicara, José Hierro (Madrid, 1922-2002), uno de los principales poetas españoles de la segunda mitad del siglo pasado, no escribía palabras, sino que hacía dibujos. A bolígrafo, con pluma, o mojando el dedo en cualquier líquido que tuviera cerca –café o, más probablemente, whisky–, estampaba en las páginas de respeto unos trazos enérgicos pero difusos, proyectando en la imagen la misma conjunción de figurativismo y abstracción que se apreciaba en su poesía: cabía reconocer el objeto esbozado, pero nunca con la suficiente exactitud como para estar seguro de qué representaba, o en qué posición se encontraba, o, en el caso de ser una cara, si reía o lloraba. Prolongaba con ese gesto una convivencia entre las artes que se remonta al célebre ut pictura poiesis de Horacio, y aun antes, hasta Simmias el Rodio, el vate griego del periodo helenístico, inventor del caligrama, ese poema que es también un dibujo. Muchos poetas españoles –Lorca, Alberti, Antonio Fernández Molina, Rafael Santos Torroella, Julio Maruri– han ejercido ambas disciplinas; y muchos otros, en todas las lenguas –Baudelaire, Apollinaire, John Berger, Octavio Paz, Antonio Gamoneda, José Ángel Valente– han escrito páginas luminosas sobre arte o, sistematizando su dedicación, han sido críticos de arte. Así sucedió también con José Hierro, que ejerció la crítica profesional desde 1960 a 1978 en diversos periódicos españoles, como El Alcázar y Nuevo Diario, o en revistas, como Tauta, Batik y Guadalimar, amén de firmar numerosos libros y catálogos sobre pintores. El también poeta y crítico Miguel Ángel Muñoz recoge, por primera vez, una amplia muestra de esta ingente obra ensayística en José Hierro. Los sentidos de la mirada, aunque no especifica los criterios de selección. Como es habitual en los ensayos de Muñoz, el volumen no es una mera recopilación de textos, sino un conjunto de materiales emparentados pero heterogéneos, cuya pretensión última es iluminar desde diversos ángulos el objeto del libro y establecer, de este modo, un diálogo interno, una aproximación poliédrica al asunto que los concita. Por eso encontramos en José Hierro. Los sentidos de la mirada, además de los trabajos seleccionados, una ceñida introducción del antólogo; un poema de Hierro sobre Joan Miró; un amplio aparato visual, que incluye fotografías, dibujos, cuadros, portadas de libros dedicados e imágenes de los artículos publicados; y una interesante conversación con José Hierro, «El poeta, la vida, la memoria», que cierra el volumen. El acopio se beneficia de la amistad que se estableciera entre el antólogo y el antologado, y que ha permitido a aquel moverse en la frondosa producción de este con familiaridad y bienquerencia: se advierte en el libro una cercanía cordial, que no es incompatible con el rigor, muy alejada del envaramiento académico que suele caracterizar a estos trabajos. Muñoz destila simpatía por la obra del madrileño y reconoce que Hierro le «enseñó a ver y a escuchar el arte». José Hierro incorpora su músculo poético a su labor crítica: a la calidad de la mirada suma la enjundia verbal, la incisividad de la sintaxis; una fusión en la que pueden reconocerse los mismos ingredientes que nutren los dos polos de su obra poética: el realismo y la narratividad, el acento social, de los llamados «reportajes», como Quinta del 42, publicado en 1952, y el carácter irracional, casi visionario, de sus «alucinaciones», cuyo mejor ejemplo es, precisamente, Libro de las alucinaciones, de 1964. Como señala con clarividencia el antólogo, Hierro se acercó a la pintura desde la poesía, no desde la crítica, pero nunca pretendió sustituir la crítica como juicio por la crítica como elucubración poética. Nos ahorró, así, el fárrago de la divagación lírica, la brumosa pero asfixiante nadería a la que se entregan los que manejan muchos adjetivos pero pocos conocimientos. Hierro es partidario inflexible de la claridad: «el misterio ha de ser abordado con claridad de expresión». Sus reflexiones, complejas, se desarrollan con nitidez persuasiva, sin juicios abstrusos ni vocabulario esotérico. La posición desde la que emite sus pareceres se explicita, limpiamente, en dos textos prologales, «Criterios de crítica» y «Autocrítica: limitaciones y dificultades», y puede resumirse así: su pretensión no es –no puede ser– desentrañar lo que sea el arte, o la obra que esté analizando, porque ese es un misterio inexplicable, cuya percepción incumbe a cada contemplador, sino describir y contextualizar históricamente los rasgos formales y los temas de ese arte, o de esa obra, y consignar a continuación la impresión, subjetiva, que ha causado en él. Es una aproximación modesta, pero realista e inteligente. Como inteligentes son muchas de las observaciones que nos regala en sus escritos, quizá porque la ironía –a menudo, saludable autoironía– subyace en ellas: «el crítico representa el puente tendido entre el creador y el contemplador. Su misión consiste en entender la obra de arte, las intenciones del artista y traducirlas al lenguaje del profano. El crítico es una criatura servicial y antipática, porque su tarea consiste en evidenciar los defectos del artista y también los del público; es un policía que no debe permitir que el artista se ría del público ni el público del artista», escribe en «El arte como inversión segura». En esta misma línea de contención y lucidez, Hierro no desconoce las relatividades epistemológicas de la contemporaneidad, y subraya algo que olvidamos con frecuencia: que la mirada deforma lo mirado, y que lo que sabemos modifica lo que vemos. Así pues, la conciencia actuante es inseparable de aquello sobre lo que actúa, y no cabe alegar objetividad alguna, ni esgrimir pretensión de certidumbre o universalidad, salvo en ese propio espacio limitado, individual, que solo puede aspirar a establecer algún vínculo intersubjetivo con otros espacios igualmente limitados e individuales. José Hierro. Los sentidos de la mirada alterna los textos sobre autores concretos con otros, más generales, en los que Hierro reflexiona sobre movimientos artísticos, antecedentes históricos, relaciones entre poetas y pintores o incluso circunstancias del mercado del arte. Entre los trabajos que versan sobre artistas singulares, destacan los cuatro que dedica a Pablo Picasso, los tres a Pancho Cossío y Joan Miró, o los dos a Goya y Chillida, aunque casi todos los grandes pintores del siglo XX –desde Tàpies a Klee, desde Man Ray hasta Miquel Barceló– y no pocos de la historia de la pintura –Zurbarán, El Greco, Rembrandt, Solana– reciben atención en el libro. Entre los artículos más teóricos o historiográficos, sobresalen los dedicados al surrealismo, al racionalismo estético, a las mujeres pintoras, al arte como inversión, al paisaje, al retrato –«un retrato pintado es más fiel al retrato que una fotografía»– o a la falsificación. La perspicacia crítica se alía con la amenidad, y no faltan ni anécdotas o boutades que agilizan el discurso –«de los tres mil cuadros pintados por Corot, cuatro mil están en los Estados Unidos», señala en «El coleccionista y el inversor»–, ni la adjetivación sintética e iluminadora, propia de un excelente poeta: el expresionismo, por ejemplo, es un arte que gesticula, y el cubismo, un «arte cuaresmal». Hierro demuestra que el lenguaje visual se puede traducir –o, por lo menos, acomodar– al lenguaje verbal, sin que sufran la inteligibilidad ni la elegancia del resultado, y entrega, por la apta mediación de Miguel Ángel Muñoz, un volumen que pueden leer los especialistas, los profesionales del arte, y, a la vez, los aficionados, los simples admiradores de la pintura, el ensayo y la poesía".
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