viernes, 20 de septiembre de 2013

El Támesis

Red river, red river,/ Slow flow heat is silence./ No will is still as a river still, escribe Eliot del Támesis, aunque no sea rojo, sino achocolatado, con esa turbiedad invencible de los ríos muy urbanos. Como todos, es azul cuando nace, a 346 km de Londres, en Cottswold Hills, pero su transcurso hasta el Atlántico lo opaca, lo endurece: cuando pasa frente a nuestro balcón, está decididamente sucio. Siempre que pienso en el río, recuerdo aquellas cortinillas de las series de televisión británicas de los 70 (la mítica Los Ropper, o el memorable Benny Hill), en las que, sobre una imagen de la catedral de Saint Paul, se imprimía la palabra Thames. Yo, además de maravillarme con la imagen, me preguntaba: ¿Y cómo se pronunciará Thames? Hoy lo sé: tems, pero este conocimiento no le ha restado encanto. También recuerdo mi lectura de Tres hombres en una barca (por no hablar del perro), la deliciosa novelita de Jerome K. Jerome que narra las aventuras de tres britones (y un perro, Montmorency) que remontan el río desde Londres hasta Oxford, describiendo, con humor y melancolía, una Inglaterra que ya no existe. Mi padre, tan admirador siempre de los ingleses, me indujo a leer aquella ficción maravillosa, que, por cierto, Blackie Books acaba de reeditar en España, con una nueva traducción. Jerome escribió el libro muy cerca de aquí, en la cocina de un piso alto de un edificio en Chelsea Bridge Road, desde donde, sin duda, se veían los reflejos, entonces todavía azules, del gran río. Sí, Eliot tiene razón: el Támesis fluye mansamente; tanto, que uno no sabe, a veces, en qué dirección se mueve. Lo que más me gusta del río es su permanente variabilidad, pese a que siempre hay un curso de agua y, obviamente, un mismo cauce: esa conjunción de constancia y cambio es fascinante. El Támesis tiene mareas, y cada mañana y cada noche apreciamos su lecho desnudo, fangoso, en el que picotean las gaviotas y los buscadores de metales, con sus aparatos detectores. La corriente se estrecha, pues, dejando también a los barcos permanentemente anclados en la otra orilla como suspendidos en el aire, frágilmente dispuestos encima de esqueletos de madera. La luz pinta al río sin cesar: cuando llueve, que es muchas veces, cobra el color de la lluvia: un gris escorado a lo blanco, casi a lo níveo; cuando, por el contrario, hace sol, como ahora, cuando escribo estas líneas, la claridad inyecta verdes espejeantes en el líquido oscuro, y añiles delicados asoman en la piel del agua. De noche, las luces de la otra orilla zurcen de plata la negrura. Durante mucho tiempo, la ribera sur del Támesis era el lugar de la industria. Ahí se amontonaban las fábricas, los almacenes y los muelles, y también esa Battersea Power Station, tan airosa con sus cuatro chimeneas blancas, pese a ser el edificio de ladrillos más grande de Europa, que ahora quieren convertir en apartamentos y en un gran centro comercial. Sin embargo, la ciudad ha vuelto la mirada al south bank -como Barcelona la volvió al mar, al que siempre había dado la espalda, con ocasión de los Juegos Olímpicos-, y todo es una agitación de grúas y edificios que se levantan y parques que le ganan terreno a la sordidez. Por el río pasan remolcadores que atoan gigantescas gabarras con contenedores; barcos turísticos, con visitantes que lo miran todo con avidez, incluso a uno, cuando se está vistiendo en el dormitorio y ha olvidado correr las cortinas; barcos restaurante, en los que se puede cenar con refinamiento francés por el módico precio de 78 libras, y barcos discoteca, donde los viajeros se retuercen, golpeados por luces de todos los colores imaginables; encantadores narrow boats, esos barcos estrechos que son el domicilio de mucha gente, tan fáciles de manejar como una bicicleta; fuerabordas, veleros finos, yates ostentosos y lanchas de la policía; y canoas de remo, que se deslizan con serenidad. También los pájaros tienen aquí su hábitat: patos, palomas, garcetas, gaviotas, cisnes y cuervos, que pescan, nada y copulan. Nuestros vecinos, franceses, a veces les echan pan desde el balcón, y los bichos se arremolinan en el aire, intentando capturar algún mendrugo. Y es de ver esa nube de plumas y graznidos, que parece a punto de invadir nuestro comedor.

1 comentario:

  1. Y es de ver ese Támesis, que parece a punto de invadir mi calle.
    Ya adicta a las Corónicas, Eduardo. Es como ir a verte. Me gustan mucho.

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